domingo, 13 de diciembre de 2009

Arte, institución y poder

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Arístas informales en medio de la bipolaridad (2009) de César Guale Vera


El arte es una esfera atravesada por relaciones económicas, sociales y de poder. Sería ingenuo negarlo. Sin embargo, me pregunto: ¿hasta donde puede negociar el arte con el poder político?

En un país como el nuestro, donde el campo artístico es frágil, la pregunta tiene una actualidad permanente. La historia reciente está llena de casos en los cuales la autoridad estatal (sea esta nacional, regional o municipal) le hizo saber al arte quién manda. A través de la censura, el silenciamiento, la invisibilización, obras que han incomodado al poder fueron desautorizadas saltándose toda la institucionalidad artística. Artistas tan diversos como Hernán Zúñiga, Marcelo Aguirre, Julio Mosquera, Fabiano Kueva, Wilson Paccha, Santiago Reyes o Betto Villacís fueron sujetos de estos mecanismos.

Recientemente fui invitado a participar como jurado de pintura en el Festival Artes al Aire Libre (FAAL). Luego de una ardua deliberación, los miembros del jurado premiamos la obra que consideramos la mejor. Pocos días más tarde, fuimos invitados a reconsiderar el dictamen porque la obra trabaja con una temática incómoda para las autoridades políticas de turno. Ya sin mi participación, se reestructuró el veredicto y se dejo sin premio a la obra en cuestión.

Al margen de toda consideración personal, creo que este es un episodio tremendamente nocivo para la escena artística ecuatoriana. Leo en él, una desvalorización de las prácticas profesionales y la institucionalidad artística. Una reducción de la separación mínima de funciones que garantizan el funcionamiento de la cultura y la sociedad.

Pero más importante aun, veo en este acto un afianzamiento de prácticas autoritarias que silencian la capacidad de debate en el campo cultural, limitan el libre flujo simbólico y anclan la agenda artística a las necesidades del poder. Cualquier práctica que desafía el mantenimiento de orden y la autoridad es considerada peligrosa. Consecuentemente es silenciada a cualquier precio.

En un momento en el que en el país asistimos a un recambio generacional en el campo de las artes y la institucionalidad cultural, parece indispensable erradicar prácticas autoritarias y patriarcales que nos llevarían a los mismos errores del pasado. La escena artística ecuatoriana, en plena renovación, requiere diálogos abiertos en donde los agentes del campo de arte polemicen y deliberen por fuera de imposiciones unilaterales.

Las prácticas para-institucionales nos afectan a todos los agentes que de una u otra manera estamos tratando de construir un campo artístico y cultural en el país. Es urgente que artistas, curadores, críticos, historiadores, docentes tengamos una posición vigilante y crítica respecto de imposiciones dilucidadas desde la arbitrariedad del poder.

Es necesario abrir un debate sobre la institucionalidad del arte en nuestro país que avale la subsistencia de una diversidad estética, política y conceptual liberada de la tutela de la autoridad estatal. Este es un aspecto innegociable sin el cual no podrán existir instituciones artísticas capaces de plantearse procesos a largo plazo.

La curaduría y sus desafíos

(Conferencia pronunciada dentro del Primer Encuentro Nacional de Enseñanza Artística, Guayaquil, 2008)

Y al final...todos quieren comerse a la guagua (2008), acción, Colectivo Tranvía Cero.


En los últimos 10 años, pasamos de la figura del intelectual universalista a la del especialista que domina un campo específico del saber. Este cambio para muchos es parte de la alineación a la que nos someten las disciplinas y la esquizofrenia del mundo moderno.

Sin embargo, aquí también hay una potencialidad. Hay una diferencia clara entre la gente que antes hacia curaduría y la gente que ahora hace curaduría. En primer lugar, en la actualidad los curadores son especialistas que han venido a refrescar los métodos y prácticas curatoriales en el país. En segundo lugar, estos profesionales, especialistas manejan saberes especializados en el campo del arte, son expertos con una formación disciplinaria y transdisciplinaria clara. Hay un dialogo muy fructífero entre la Filosofía, las Humanidades, las Ciencias Sociales y los Estudios Culturales y el campo del arte. En tercer lugar, me parece que cada vez más la curaduría es pensada como una labor intelectual y teórica tendiente plantear los problemas del arte y de la contemporaneidad. El curador tiene en la actualidad un perfil teórico fuerte a partir del cual problematiza la historia, la teoría y la práctica artística. En el campo del arte me parece que hay una discusión un tanto más polémica en lo que tiene que ver con teoría y vinculada a problemáticas contemporáneas.

Básicamente en esos tres puntos yo vería como cambios importantes que se han dado en las tácticas en el campo de la curaduría y me parece que revelan una visión más optimista que en otras áreas donde existe se ejerce la curaduría como es el caso de las artes escénicas o el cine. Sin embargo, tomando en cuenta estas tres potencialidades, me parece que hay tareas pendientes, considerando que la figura del curador también ha caído bajo sospecha. La figura del curador y las prácticas curatoriales en la escena contemporánea son problemáticas. Cada vez más empezamos a tener conciencia de ello, sin embargo en la práctica concreta de la curaduría, hay poco trabajo con ese de ello. Por esta razón, a continuación planteo cuatro puntos pendientes para el trabajo de la curaduría en el país.


1. La curaduría como práctica autoconsciente

Básicamente se refiere al hecho de que cada vez las prácticas curatoriales tienden a ser, como sucede con al arte mismo, menos transparentes, menos ingenuas y se vuelcan a problematizarse a sí mismas. En gran parte esta condición autoreflexiva explica la condición contemporánea de las prácticas curatoriales. El curador como productor de infraestructura, como nos los recuerda Justo Pastor Mellado, tiene la terea de problematizar su propio lugar de enunciación. ¿Qué significa esto? Significa que el curador tiende a hablar mucho menos de la obra como una cosa transparente lista para ser expuesta en un escenario artístico y hablar más de su propia práctica, y a tratar todos los presupuestos con los que realiza su trabajo. Hacer que esos presupuestos ocupen la propia galería, el salón para que sean parte de la propia actividad de intervención curatorial.

Igual que hemos llegado a comprender que toda práctica artística no es una práctica transparente y que no hay una relación directa entre el artista y el público, igual debemos comprender que la curaduría está siempre posicionada, está siempre ubicada en una serie de relaciones de poder. La curaduría esta realizada desde un punto de vista que privilegia unas cosas y no otras, el mismo hecho de pensar en qué se selecciona y en qué contexto se lo pone entraña muchas problemáticas que esta aquí ha sido poco meditada. Yo diría que en los proyectos curatoriales contemporáneas más interesantes, ha habido un paso del concepto de “obra” al concepto de “proceso”, del concepto de “exposición” al concepto de “políticas de exhibición”.

Es importante que en las prácticas curatoriales aparezca el lugar desde el cual habla el curador, desde el cual realiza sus proyectos y que generalmente aparece invisibilizado. Eso me parece como un punto pendiente.


2. Crítica al formato exposición

Otro punto tremendamente complejo es el que tiene que ver con la poca crítica que hay del formato de exposición, un formato estándar que tiende a naturalizar la verdad de la obra y la institución museal, a la vez que legitima prácticas disciplinarias. El concepto de exposición es otro de los conceptos que esta en crisis. No tanto en crisis en el sentido que habla Baudrillard, quien dice: “a mayor exposición, menor valor artístico”, idea tremendamente metafísica; sino en el sentido que todas las prácticas simbólicas tienen una organización, una forma de estructuración múltiple que no logra ser capturada por el dispositivo museal. Hay un resto o remanente que no puede entrar dentro del formato exposición. Es justamente ese remanente el espacio que le queda a la curaduría como un disparador para empezar a cuestionar sus propias prácticas. Todo aquello que no entra en el espacio exposición permite la apertura de la curaduría hacia otras prácticas sociales y políticas.

Homenaje a George Febres (2008), acción, Full Dollar.


3. Convergencia de disciplinas artísticas

Esto es otra casa pendiente en nuestro medio. Hace poco tiempo J. T. Mitchell señalaba, en el contexto del debate sobre Estudios Visuales, que “no hay artes puras y que todos los medios son medios mixtos”. Creo que estamos en un momento tremendamente interesante de la historia del arte en el que distintas prácticas que tienen genealogías absolutamente distintas empiezan a interactuar y a entrelazarse entre sí. Por un lado, tenemos toda una serie de prácticas vinculadas a la danza, la música, el teatro y el performance. Por otro lado, toda una serie disciplinas vinculadas a las artes plásticas. Estas dos ramas describen dos genealogías absolutamente distintas.

En la época contemporánea por fin se han dado las condiciones para que empiecen a cruzar espacios y a solaparse y a dialogar entre si. Esto se producido desde siempre, pero me parece que en la contemporaneidad se han dado condiciones nuevas que permiten un diálogo mucho más compleja en el sentido de que permiten que los espacios asignados a cada una de las disciplinas empiecen a cuestionarse mutuamente. Los espacios disciplinarios se disuelven, en una interacción tremendamente intensa, generando algo distinto de la mera colaboración. Me parece que frente a la convergencia de los medios que tanto se ha hablado, cada vez más estamos asistiendo a una convergencia de disciplinas artísticas. Este aspecto se ha explorado poco en nuestro medio.


4. Descolonización de las prácticas artísticas

Básicamente a partir de teoría postcolonial y lo que se ha dado en llamar “el giro decolonial”, ha habido una revisión crítica del eurocentrismo, al mismo tiempo que han proliferado los lugares diferenciales de enunciación de las culturas distintas a nivel global. Esto ha generado una profundo cuestionamiento sobre los mecanismos de producción artística a nivel global, cosa que me parece que ha sido muy bien te matizada desde el punto de vista de la producción artística en muchos artistas que están trabajando hoy en ese línea deconstrucción del eurocentrismo. Sin embargo, poco se ha trabajado en el área de curaduría. Me parece que la curaduría sigue vinculada a instituciones tremendamente complejas y problemáticas que han sido poco pensadas en su relación con el eurocentrismo y el colonialismo. Una de estas instituciones sin duda es el “museo”, que desde su concepción está anclado a una política imperial de control de conocimiento desde los centros metropolitanos europeos.

Joaquín Barriendos ha escrito sobre la necesidad de descolonizar el internacionalismo artístico con la finalidad de volverlo un motor epistemológico que nos permita pensar una práctica artística intercultural en la era de la globalización. ¿Qué significa eso? Significa que un proyecto curatorial debería plantearse desde coordenadas localizadas que permitan un diálogo interepistémico que replique los esquemas que vienen ya enmarcados desde los grandes circuitos artísticos de las instituciones artísticas euroamericanas. Eso me ha parecido tremendamente importante, ahora cuando vemos que muchas de las instituciones culturales que trabajan en el campo del arte en el país lo que hacen es como tomar exposiciones empaquetadas y traerlas sin ningún tipo de elaboración ni procesamiento, sin ningún tipo de trabajo de cuestionamiento de los conceptos desde donde se arma y las problemáticas políticas y geopolíticas que están detrás de esos conceptos.

Me parece que en algún punto si bien han tenido mucha discusión sobre todo este concepto de que la cultura esta localizada, de que no hay una cultura universal, ha habido poca reflexión sobre todo lo que significa que esa cultura se asienta en practicas complejas que también están localizadas y que también están atravesadas por relaciones muy complejas de dominación y de dependencia.

Bien, más o menos en esos cuatro puntos resumiría cosas que esta como por venir, por plantearse en el campo de la curaduría y que de alguna manera señala una realidad por venir en el campo artístico ecuatoriano.

(Resistencia), globalización y arte

Las paradojas de la X Bienal de La Habana


La decima edición de la Bienal de La Habana convocada bajo la premisa “Integración y resistencia en la era global” constituyó una buena oportunidad para evaluar los 25 años de una de las instituciones emblemáticas del arte del Tercer Mundo. A pesar del entusiasmo de los organizadores, las décadas no han pasado en vano y el presente, más que madurez, alberga incertidumbres y contradicciones. Primera edición, 1984, surge la Bienal con una misión geopolítica clara. Busca generar un evento que descentre los andamiajes del discurso y la institucionalidad del arte producido desde los centros de poder del Primer Mundo. El proyecto buscaba un intercambio entre América Latina, África y Asia sin pasar por la autoridad del eurocentrismo. Décima edición, 2009, el mundo ha cambiado. Por efectos de la migración, los mass media y la globalización, a la postura tercermundista ha visto erosionados sus cimientos; el discurso de la identidad es arrasado por la hibridez y la transcultura; el multiculturalismo se ha convertido en la norma dominante; las instituciones artísticas de la periferia se integran cada vez más al sistema-arte globalizado. Nuevas prácticas, luchas y demandas simbólicas invaden el campo del arte e interpelan a la institucionalidad construida. Lo alternativo y emergente ya no está en La Habana. La Bienal habanera fue restringiendo su crítica geopolítica a un diseño global que reivindica la materialidad de la obra, la figura del autor y el formato expositivo. Creció en tamaño, prestigio y dimensiones. Se convirtió en un megaespactáculo donde confluye el arte consagrado bajo un esquema institucional que repite lo que algún día pretendió contestar. Con justa razón, Nelo Vilar, uno de los expositores del Evento Teórico, sostenía que al eslogan de la Bienal se le cayó la palabra “resistencia”.

Vistas las cosas en esta perspectiva, puede entenderse el énfasis que los aspectos cuantitativos han ido ganado. En esta edición se realizaron más de 100 exposiciones distribuidas a lo largo de la ciudad en las que participaron 300 artistas de 45 países. Dentro de los pabellones oficiales primó una línea curatorial y museográfica estandarizada que deja poco espacio para la fisura, la innovación y el riesgo. Las propuestas curatoriales y artísticas más significativas se concentraron en las muestras colaterales. Dentro de ellas destacaron: “El maíz es nuestra vida”, “Latitudes”. “Tierras del mundo”, “Tales From The New World”, “Punto de encuentro”, “China: arte contemporáneo revista”, “Chelsea visita La Habana”, “Resistencia y libertad”; aun con diferentes grados de consistencia.

Entre las obras que más expectativa causaron están las performances de Guillermo Gómez Peña, Tania Bruguera y Cai Guo Quiang. Este último, celebrado artista chino, incineró en 10 segundos un barco del realizador cubano Kcho a través de una cadena pirotécnica mas bien austera, que dejó una sensación generalizada de “¿y eso fue todo?” en la impresionante multitud que acudió a la Plaza San Francisco. Destacó el Evento Teórico de la Bienal donde se dieron cita personalidades como Nicolás Bourriaud, José Luis Brea, Nelly Richard, Julia Herzberg, Michaël La Chanca, entre otros. Dentro de las exposiciones individuales son dignas de mención las muestras de Carlos Garaicoa, Paolo Bruscky, León Ferrari, René Francisco y del diseñador gráfico recientemente desaparecido Shigeo Fukuda.

Entre la gran cantidad de obras expuestas en los pabellones oficiales, fueron 8 las propuestas que nos despertaron un mayor interés, todas de artistas de mediana trayectoria: los españoles Pipo Hernández y Paco Guillen, los cubanos Yoan Capote, José Emilio Fuentes y Glenda León, la colombiana María Elvira Escallón, la neoyorquina de ascendencia dominicana Elia Alba y el puertorriqueño Rafael Trelles.



Mundo interpretado, instalación sonora, Glenda León.



Sin título, Transferencia fotografica sobre tela, Elia Alba.

La simpleza que sostiene el abrumador nivel evocador del gesto de Glenda León es lo que hace de Mundo Interpretado una potente pieza. La artista transcribió los nombres de los dioses o figuras centrales de las cinco religiones más representativas del mundo al alfabeto Braille, y en esta forma de escritura cada uno fue inscrito en un cilindro de caja de música. Como resultado se desvanecen los nombres y las visiones ortodoxas de la religión, extendiendo la idea de un solo poder superior en delicadas notas que despiertan al alma y los sentidos, es sencillamente cómo suena el Dios de cada uno. Mientras León cuestiona la ceguera frente a las religiones, Paco Guillén pone de manifiesto la incertidumbre y la fragilidad de los artistas contemporáneos. En su video / dibujo Predicciones del Gran Chin, una artista consulta al sabio su futuro profesional recibiendo únicamente las ambiguas respuestas del I Ching. Este irónico tropiezo interpretativo también se hace evidente en Doble Muro, la obra de Pipo Hernández que dentro de un corral de luces fluorescentes con inscripciones que no responden a ningún idioma particular pero transliteran ciertas frases de lenguajes subalternos, acoge un conjunto patriarcal de aves. Aunque lo que atrae inicialmente es la resolución formal, son las cargadas implicaciones sociales y políticas las que abren las reflexiones de la instalación.

Yoan Capote, artista que trabaja con la materialidad y la psicología de los objetos, firmó dos exquisitas piezas de sutiles disonancias entre sí. Open Mind es una maqueta que recrea un laberinto en forma de cerebro por donde pululan una serie de hombrecitos de bronce. Secreto (mente cerrada) consiste en un tubo de vidrio sellado por dos tapones que terminan en forma de oreja hacia el interior. Sólo serían capaces de escucharse la una a la otra, pero paradójicamente no existe espacio para la producción del sonido. María Elvira Escallón, presentó la serie fotográfica Cultivos, parte del ambicioso proyecto “Estado de coma”. A través de intervenciones, fotografías y videos, el proyecto comenta con ternura e ironía la calamitosa situación del Hospital San Juan de Dios de Bogotá. La serie está integrada por varias fotografías fantasmales de una cama impersonal de cuyo colchón y almohada ha brotado césped. Elia Alba, siguiendo con su exploración sobre máscaras impresas, expuso una docena de bustos construidos a partir de fotografías ensambladas y cosidas. La galería de rostros torturados y siniestros toscamente ensamblados generan un efecto de cubismo volumétrico y convexo. Rafael Trelles, en el marco del Laboratorio Artístico de San Agustín (LASA), planteo varias intervenciones del espacio público a partir de fijar en las fachadas la imagen de los habitantes de un barrio habanero con esténcils y chorros de agua. Diferentes reflexiones propone José Emilio Fuentes en Memoria & Memory, que ampliaremos más adelante en el texto.


Mapas y geopolítica



El mapa sobre el mapa, proyecto de intervención, María Victoria Portelles.


A tono con la convocatoria de la Bienal, las representaciones cartográficas, geográficas y estadísticas que permiten la visualización de los intercambios culturales, económicos y sociales a nivel global estuvieron a la orden del día. En Shores of a River la artista japonesa Satomi Matoba manipula digitalmente fragmentos del mapamundi para crear nuevas vecindades entre ciudades y geografías distantes. En O mundo alinhado los brasileros Ángela Detanico y Rafael Lain, intervienen el mapa mundial a través de líneas negras trazadas sobre un LCD, que recuerdan los reglones de un texto o los esquemas de barras. Sutil alusión a las fluctuaciones geopolíticas y económicas que transforman el realismo cartográfico en fluctuaciones gráficas asociadas al poder. Frente a esta operación de pura abstracción, María Victoria Portelles imagina el mapa más perfecto posible. Glosando a Borges y Baudrillard, en su proyecto El mapa sobre el mapa se plantea intervenir calles y avenidas cual si fuesen gigantescos trazos cartográficos a ser rotulados. Dan Halter, por su parte entreteje un mapa de su país, Zimbagüe, con finas cintas sacadas del directorio telefónico.

El nicaragüense Wilbert Carmona tematiza la tecnología de administración y control de la población para cuestionar la reducción de los individuos al código numérico. En Espíritu, instala a la entrada de la sala un mecanismo de tiquetes de turnos. El visitante toma su turno e ingresa una sala en donde se proyecta una página web con cifras en movimiento sobre población, nacimientos, abortos y enfermedades a nivel mundial.

Los cubanos Toirac y Marrero y el estadounidense Mc Alping, en In God We Trust, pintan grandes signos de dólar íntegramente en petróleo en las paredes de una sala, sobre estas han instalado luces blancas de neón con la palabra “dios” en portugués, árabe y hebreo. En el centro una fuente circular llena de petróleo contamina el ambiente de la sala y refleja el brillo de las luces. En esa línea similar de preocupaciones geopolíticas puede situarse las obras de María Teresa Ponce y Fabiano Kueva, Javier Abreu, Irene Dubrosky y Rafael Hierro.


Efecto colateral

Las exposiciones colaterales y proyectos colectivos evidenciaron por contaste las limitaciones de la muestra oficial de la Bienal. Una serie de muestras paralelas exploraron preocupaciones estratégicas en el arte contemporáneo. Propuestas curatoriales de distinta procedencia marcaron diálogos y rupturas con la convocatoria general, generando una refrescante inflexión en programa expositivo. Dos muestras itinerantes alimentaron el tópico de la resistencia cultural. El maíz es nuestra vida realizada por el colectivo mexicano MAMAZ y curada por Marietta Bernstorff, presentó la obra de más de veinte mujeres artistas que trabajan sobre las problemáticas alimentarias, culturales, económicas y políticas vinculadas a la semilla sagrada de los pueblos indígenas. A pesar del nivel disparejo de los trabajos la propuesta curatorial logra construir un dialogo fecundo que potencia los significados de las obras. "Latitudes. Tierras del mundo", comisariada por la francesa Régine Cuzin, presentó una consistente muestra de arte contemporáneo de América, África y Oceanía que trabaja sobre problemas interculturales desde un contexto poscolonial.

Dos artistas cubanos rindieron su homenaje a la Bienal con dos muestras directamente relacionadas con la convocatoria. Tales From The New World, curada por Humberto Díaz, juntó artistas cubanos y del Primer Mundo y propuso un recorrido por las nuevas geografías reales, simbólicas e imaginarias que propuestas por la mundialización económica y la globalización cultural. Punto de encuentro, comisariada por Alexis Leyva Machado, alias Kcho, convocó a 17 artistas de distintas países que trabajan sobre los choques e intercambios entre distintas naciones y culturas.


Monumentalidad y espectáculo



Memoria & Memory, Escultura, metal inflado, José Emilio Fuentes



Prolongación, Instalación, Colectivo Lalimpia.

El monumentalismo es un recurso fácil, las grandes dimensiones siempre impactan. Incluso la misma Bienal se presenta este año a través de grandes carteles y displays en sus espacios oficiales y en las calles de la ciudad; es una forma efectiva de hacerse ver y recordar. Pero en las obras de arte el monumentalismo puede causar un efecto contrario cuando es forzado y sin sustento. La Hipérbole y Bajo Presión, grandes esculturas en mimbre del cubano Raúl Estrada pueden caer en esta trampa, al igual que Los esquimales no tienen poesía, el igloo de poliespuma de Douglas Argüelles ubicado en el patio interior de la Casona. Ambas se pierden en una estrategia que no se corresponde con su fin, logrando que el asombro causado a primera vista se vuelva equivalente al vacío que le sigue.

Sin embargo, el mega formato utilizado como elemento fundamental fue una decisión acertada en Memoria & Memory de José Emilio Fuentes, una de las piezas más celebradas de la Bienal. Doce elefantes de tamaño real que se emplazan en puntos estratégicos de la isla como la Plaza Vieja , el Capitolio, la Tribuna Antiimperialista y la escalinata de la Universidad de La Habana. En cada lugar su presencia se convierte en memoria, revisión histórica y creación de una nueva anécdota. Desde su constitución formal de metal soplado con aire a presión que aparenta livianas figuras infladas, es una de las pocas piezas que sí hablan de resistencia, de una capacidad de adaptación y de esperanza.

Mientras unas gigantescas cucarachas humanoides escalaban la fachada del edificio en el Museo de Bellas Artes en la obra Sobrevivientes de Favelo; una gigantesca ola de tejas invadía el patio techado en el Pabellón Cuba. Esta instalación titulada Tsunami de Humberto Díaz recrea un grabado de principios del siglo XIX de Hokusai y lo convierte en una pieza sobrecogeroda que impresiona a primera vista. Las obras de Fabelo y Díaz usan las grandes dimensiones para aludir a los sentimientos de angustia y vulnerabilidad humanos frente a fenómenos de destrucción de la naturaleza.

Prolongación, del colectivo ecuatoriano Lalimpia, despliega en una sala una manguera de 1 km. de extensión que sale de un surtidor de gasolina al que vuelve luego de rodear, girar, retorcerse, ir y venir a lo largo, alto y ancho del espacio. Visualmente da la sensación de entrar en un dibujo de Cy Twombly luego de haber tomado la poción que encogió a Alicia en el país de las maravillas.


Cuerpo vs. susurro

Dos de los eventos centrales de programa de actividades especiales fueron el mano a mano entre Guillermo Gómez Peña y Tania Bruguera. Por razones sospechosas, la organización de la Bienal programó simultáneamente en los patios internos del Centro Wilfredo Lam los performance de ambos aristas. Finalmente por problemas técnicos, Corpo ilícito del mexicano arrancó con retraso dejando el protagonismo a El susurro de Tatlin VI, acción de la artista cubana que desató un polémica mediática a nivel internacional.

Corpo ilícito constituye una performance que comenta el tránsito de la era Bush a hacia la era Obama en el cual conviven sentimientos de dolor y esperanza que entrelazan cuerpo y política. En varias plataformas cuatro performers y un médico realizan acciones simultáneas acompañadas de una música ambiental y una pantalla gigante donde se presentaba detalles de cada plataforma. Gómez-Peña recita su poesía borderline, Yemanyá abraza el cuerpo sangrante de un hombre torturado, un médico acupunturista clava agujas con banderas de las potencias del Primer Mundo sobre el cuerpo de una mujer indígena. Bruguera por su parte apostó a la sencillez. Dispuso un podio con micrófonos abiertos para que el público dijera lo que quisiera durante un minuto. Durante este lapso, un hombre y una mujer vestidos con el uniforme del Ministerio del Interior depositaban una paloma blanca en el hombro de los participantes, finalizado el tiempo los bajaban del podio. Mientras tanto el público tomaba fotografías con las doscientas cámaras desechables que fueron regaladas por la artista.

Aprovechando los micrófonos y el podio, varios bloggers y opositores reclamaron por la falta de libertad de expresión en la isla. Tras el incidente, el Comité organizador de la Bienal emitió un comunicado señalando como “disidentes anticubanos” a los participantes y calificando como “un acto anticultural” al hecho, al mismo tiempo que celebraban el carácter anticolonial del performer mexicano. Aun cuando Bruguera sale ilesa de la censura, es seductor pensar lo inocuo que resulta en la actualidad la alegoría barroca de Gómez-Peña frente los potentes efectos causados por el arte de conducta de su par cubana.


Corpo ilícito, acción, video y música en vivo, Gillermo Gómez Peña.

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El susurro de Tatlin VI, acción, Tania Bruguera.

Realismos radicales

(Extracto de texto curatorial de la muestra del mismo nombre,
Banco Central del Ecuador, Quito, 2008)


Territorios menores: lo cotidiano, lo popular, lo local

Como el ave Fénix, el realismo parece haber resucitado de sus cenizas. En la escena contemporánea, el realismo vuelve a tener una fuerte presencia aún cuando aquella esté tamizada y resignificada por estrategias contemporáneas como la paródia, la cita, y la deconstrucción. El actual reposicionamiento de la pintura, la revalorización de la meticulosidad y el detalle y reproducción técnica basada en la fotografía, el cine o el escáner, han llevado a un redescubrimiento posmoderno del viejo código realista. En un momento en que toda idea de progreso se ha evaporado, todos los estilos y formatos parecen ser contemporáneos.

En Ecuador el realismo estuvo largamente postergado y quizá injustamente quedó incomprendido ante la hegemonía del modernismo que se mantuvo durante una buena parte del siglo XX. Por mucho tiempo la pintura realista fue considerada poco creativa pues se le adjudicó un carácter estandarizado y parasitario respecto a una realidad extrapictórica. En el Ecuador se establece un pasaje directo del paisaje romántico y la pintura costumbrista al modernismo. El desarrollo y consagración de los discursos modernistas impiden que se cultive la tradición académica de la pintura realista. Pintores como Paredes, Egas o Guayasamín, padres del modernismo ecuatoriano, que en sus inicios ensayaron una técnica realista, rápidamente se embarcarán en el camino de la abstracción. Más tarde la propia eclosión del simbolismo, neoexpresinismo, neoprimitivismo y de la neofiguración y de los nuevos salvajes va a continuar la historia de desprestigio del realismo. Artistas, como Patricio Ponce, reconocen que hasta los años noventa era mal visto que alguien abrace las tradiciones académicas de la pintura que se remontan hasta la Escuela Quiteña. En plena efervescencia del los nuevos soportes y formatos, las técnicas realistas eran consideradas un anacronismo. Anacronismo quimérico, por lo demás, en la época poshistórica de la que nos ha hablado Arthur Danto (2003).

El modernismo, en tanto estrategia que persigue la autonomía de lo pictórico, tendió en mayor o menor medida a despegarse de la realidad cotidiana y local en busca de la universalidad. El modernismo privilegió los momentos transcendentes, la abstracción de la forma, el patetismo de los personajes y a la construcción de un sujeto subalterno como objeto sublime de la conciencia occidental. Instauró fundamentalmente el tiempo de la conciencia y el sujeto modernos. De ahí que Hall Foster (1999) sostenga que todo aquello que esta arraigado a una materialidad, una cultura, una geografía y una tradición en el arte primitivo adquiera un carácter inmaterial, abstracto y universal en el arte moderno. El primitivismo no es más que el inconsciente reprimido del arte moderno llegará a ser la tesis central de Foster. Se entiende entonces que el modernismo produzca representaciones abstractas que se pretenden universales que encubren el colonialismo y el eurocentrismo.

Este campo de gravedad instaurado por el modernismo siguió manteniéndose hasta los años noventa cuando la modernidad pictórica había entrado en crisis. Quizá por esta razón siempre nos ha sido complejo representarnos a nosotros mismos en nuestro anclaje material, perceptivo, geográfico, cultural, social sin referirnos a un universal, abstracto y desterritorializado. Y quizá también por está razón nos resultó más fácil asumir la tradición modernista que la realista. El modernismo, en tanto representación deslocalizada y despolitizada, aparentemente establece una lógica equivalencial entre representaciones liberadas de sus anclajes que circulan libremente en el universo sin barreras del espíritu. Sin embargo como lo ha planteado Gerardo Mosquera (1992) las obras modernitas nunca están desvinculadas de sus contextos de producción que recomponen jerarquías geopolíticas globales. El realismo, a pasar de todo su aparataje eurocéntrico, devuelve la vivencia del espacio, saca la representación de los dominios del sujeto y la conciencia para reenviarla a las geografías de lo cotidiano. La operación realista aliena al sujeto en la materialidad que le rodea, en el instante singular en donde reverbera lo concreto y particular, el anclaje cultural y social. El retorno contemporáneo del realismo tiene mucho que ver con un proceso complejo en donde la percepción vuelve sobre sí misma para reconocerse situada y sitiada por las culturas, las geografías, el espectro social, la diversidad étnica y sexual. La tarea desvincular el realismo de su anclaje colonial y eurocéntrico sigue pendiente, pero sin lugar a dudas este lenguaje se ha tornado radical por el solo hecho de permitir reingresar la realidad y lo real al campo artístico. El primer umbral del realismo radical está configurado por una serie de territorios menores que se instalan en las periferias de las grandes agregaciones de valor de la modernidad. Al margen del sujeto trascendente de la Nación, de la universalidad de la cultura, se dibuja el croquis de lo cotidiano, lo popular y lo local.


Lo cotidiano

Según Ágnes Heller (1994), la vida cotidiana, sin coincidir necesariamente con el espacio privado, se desarrolla en la escena cercana y familiar de los hombres particulares. Cada particular solo puede conocer el mundo a partir de una pequeña parcela que habita. Esta relación con el mundo inmediato se opone a la que tenemos con el mundo mediato, o mejor mediatizado: lejano, abstracto; aquel que solo podemos ver a través de los mecanismos de generalización que permiten el proceso reproductivo del hombre genérico. De ahí que nuestro recorrido empiece con una colcha, unos zapatos, una chaqueta jean bellamente pintada, prendas de lana tejidas con esmero. Todas las mañanas, el mundo inicia con un atuendo mínimo que arma el conjunto de identificaciones que configuran nuestro yo. El viaje continúa con una serie de enseres, a primera vista insignificantes, que arman nuestra vivencia ordinaria: griferías, bajillas, utensilios, gadgets. Agotados por la percepción habitual y el uso los objetos callan. Despiertan repentinamente a través de su representación pictórica, volvemos a verlos como nunca idénticos y extraños, como en una fotografía o en el cine. Ya Walter Benjamín había escrito que el cine es el inconsciente óptico de la modernidad. Gracias a esta tecnología conocemos la infinita cantidad de formas y movimientos que median el trayecto de una cuchara hacía la boca. Después del cine el mundo ya nunca fue igual. Ni siquiera su pintura. Lo saben Velarde, Ponce, Dávalos, Viteri.

Incluso los artefactos más anodinos ingresan en el universo ambivalente del realismo radical donde los opuestos coinciden y familiaridad y extrañamiento son uno mismo. Es el caso de las prendas, los gadgets, juguetes y divertimentos que son el leimotiv de las obras de Danilo Zamora, Edison Vaca, Pablo Gamboa, Verónica Silva, Pamela Hurtado y Victoria Orihuela. En la alacena de estos y estas artistas el juego rima con lo siniestro, la inocencia con el desconcierto. Sus obras no solo plantean un arte de la cotidianidad sino también obra cotidiana, mimética, sin aura en el cual palpita la inmanencia del mundo. “El pequeño mundo”, nos recuerda Heller, no excluye sin embargo al gran mundo, al contrario es la otra cara sensible y concreta del mismo proceso.


Lo popular

Le debemos a Michel de Certeau (1996) la asociación entre lo cotidiano y lo popular. Para el famoso historiador freudo-jesuita, las culturas populares se caracterizan por la apropiación permanente de los códigos y reglas fijadas por las instituciones dominantes. Este reapropiación solo es posible en “el pequeño mundo”, en el universo cotidiano de la táctica, la lectura y el consumo.

Muchas de estas prácticas cotidianas (hablar, leer, circular, hacer compras, o cocinar, etc.) son de tipo táctico. Son “maneras de hacer”: éxitos del “débil” contra el más “fuerte”, buenas pasadas, artes de poner en práctica, jugarretas, astucias de “cazadores”, movilidades maniobreras, simulaciones polimorfas, hallazgos jubilosos, poéticos y guerreros (1996: L).

El arte modernista, por definición, reserva para sí es espacio trascendente del autor y la obra. Siguiendo las reflexiones De Certeau, las prácticas modernistas serían de tipo estratégico y caerían fuera de la vida cotidiana. La parodia y el humor no combinan bien con el modernismo. De ahí que el encuentro entre lo cotidiano-popular y el arte genere una potente tensión productiva. En el conjunto de obras seleccionadas bajo este acápite se puede encontrar tres recorridos. En primer lugar obras deseantes que contemplan a lo popular como aquello que les falta. Jaime Zapata y Danilo Zamora son los que con más consistencia recorren este camino. En sus obras las expresiones populares son contempladas con deseo y distancia. Luego tenemos un segundo conjunto de obras que en algún punto hacen suyas las jugarretas, tácticas y maniobras populares. El representante por antonomasia de este camino es Wilson Paccha. Junto a él caminan Danilo Zamora y Miguel Alvear. Estos artistas, aun cuando adhieren a la autonomía artística, usan las tácticas de hibridación, apropiación, resematización y torsión propias de la vida cotidiana como arma creativa. Finalmente reconocemos un tercer camino, quizás definible a partir de lo que Nicolas Bourriaud (2006) denomina como “la estética relacional”. En esta vía la obra se disuelve totalmente en un conjunto de relaciones e intensidades inmateriales de carácter social que abandonan la lógica interna de la obra para jugar con en los bordes del campo artístico. Lo Bueno, Lo Bello, Lo Verdadero de Fernando Falconí trabaja con interacciones que generan algo más que en un producto. Tienen un pie en el campo artístico, el otro bien asentado en la cultura popular.


Lo local

Junto a la recuperación de lo cotidiano y lo popular, el Realismo Radical realiza una tercera operación de reterritorialización de las prácticas artísticas. Está operación inscribe las imágenes en el espacio y las localiza geográfica y culturalmente. Luis Castro Nogueira (2007), sostiene que la cultura contemporánea ha invertido la jerarquía moderna que ubicaba al tiempo (la conciencia y el sujeto) por sobre el espacio (el mundo y el objeto). El preeminencia del espacio cuestiona al sujeto universal y pone en su lugar una serie de imágenes anclan el discurso a una localidad.

Como lo han planteado los clásicos de la sociología, el carácter sensible de la proximidad permite la proliferación de afectos más allá de la lógica racional que opera en los espacios distantes. “La indiferencia reciproca es imposible cuando existe proximidad espacial” escribió Georg Simmel (1986). Aquí radica la riqueza social de los espacios locales. Por otra parte, la crítica postcolonial y los estudios de subalternidad nos enseñaron la ventaja epistémica de habitar lo local. La vivencia de lo local es la que permite la reelaboración creativa de lo global a partir de los múltiples contextos que lo conforman. Surge entonces un nuevo cosmopolitanismo basado en la constelación de la pluralidad de culturas y localidades en cuyo contexto el eurocentrsimo es el peor de los provincialismos. “Los lugares de la cultura”, su localizaciones y dislocaciones enunciativas son el kairós de nuestro tiempo (Bhabha, 2002).

En este acápite de la exposición, lo local aflora como universo hecho de proximidades, afectos y perceptos, pero también como aquel umbral epistemológico que marca la diferencia. Para el Realismo Radical las geografías, los paisajes, los ambientes han dejado de ser un objeto inerte de la contemplación del sujeto universal para convertirse en lugar de enunciación intersubjetivo reconocible más allá del espacio nacional. Las coordenadas geográficas, los discursos patrios sobre las regiones naturales o las imágenes estereotípicas del paisaje adquieren una cierta teatralidad, son desbordados por saturación o marcados por una ansiedad subjetiva que busca el diálogo con las ricas tradiciones paisajísticas nacionales. La localidad se convierte en un marcador de cotidianidad, de posición, de precisión, quizá también de enunciación. De ahí la originalidad de de los paisajes de Ramón Piaguaje, María Teresa Ponce y Pablo Cardoso o los recorridos geográficos planteados por Pamela Cevallos, Fernando Falconi y Fabiano Kueva.



Bibliografía

Bhabha, Hommi, El lugar de la cultura, Manantial, Buenos Aires, 2002

Bourriaud, Nicolas, Estética relacional, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2006.

Castro Nogueira, Luis, La risa del espacio: el imaginario espacio-temporal en la cultura contemporánea: una reflexión sociológica, Editorial Tecnos, Madrid, 1997.

Danto, Arthur, Después del fin del arte. El arte contemporáneo y el linde de la historia, Paidós, Buenos Aires, 2003.

De Certeau, Michel, La invención de lo cotidiano. I. Artes del hacer, Universidad Iberoamericana, México, 1996.

Foster, Hall, “The ‘primitive’ Unconscious of Modern Art, or White Skin Black Masks” en Recodings art, spectacle, cultural politics, The New Press, New York, 1999.

Heller, Ágnes, Sociología de la vida cotidiana, Península, cuarta edición, Barcelona, 1994.

Mosquera, Gerardo, “Modernidad y africana. Wilfredo Lam in his Island”, en Revista Thrid Text, N° 20, London, 1992.

Simmel, Georg, Sociología 2. Estudios sobre las formas de socialización, Alianza Editorial, Madrid, 1986, p. 674.

El museo y los símbolos de la nacionalidad

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Bajo el título “El porvenir del pasado”, Néstor García Canclini dedica uno de los capítulos del celebre libro Culturas híbridas (1990) al estudio de los museos y el patrimonio nacional en América Latina. En el contexto de una amplia reflexión sobre los procesos inserción de las culturas populares en los medios masivos de comunicación y los retos que estas plantean al orden letrado en el marco de la globalización, García Canclini emprende una labor de conceptualización y crítica de las concepciones museísticas que han primado hasta los años ochenta en América Latina. Por otra parte, Mery Roldán en un corto e incisivo artículo, “Museo Nacional, fronteras de la identidad y retos de la globalización” (2000), emprende una tarea similar en busca de establecer una genealogía de los museos nacionales que ponga en discusión el reto que la globalización plantea a estas instituciones. A continuación pretendemos plantear un diálogo entre estos dos textos remarcando sus aproximaciones y distancias.

Según García Canclini, los discursos sobre la identidad nacional están sustentados sobre la construcción de rituales (entendidos como un conjunto de actos, festividades y calendarios ligados a un relato mítico), y símbolos (entendidos como los productos culturales que en su conjunto dan origen a las colecciones). Estos dos elementos construyen la materialidad de las representaciones de la nación y se manifiestan de forma concreta en la conformación del patrimonio y los museos nacionales. Dos términos en íntima vinculación que podrían ser definidos de esta manera:

Si el patrimonio es interpretado como repertorio fijo de tradiciones, condensadas en objetos, precisa de un escenario-depósito que lo contenga y proteja, un escenario-vitrina para exhibirlo. El museo es la cede ceremonial del patrimonio, el lugar en el que se guarda y celebra... (1990: 158)


Sobre la base de estas definiciones se entiende que el patrimonio cultural organiza un conjunto de bienes simbólicos y prácticas rituales para la construcción de un pasado colectivo común a todo un conglomerado reconocido como nacional. Como es lógico suponer, esta construcción no la realiza una voluntad divina o una mano invisible, sino al contrario está estructurada como un ordenamiento social producido por un grupo específico, que para Canclini es la oligarquía. Estas clases oligárquicas construyen símbolos y los transforman en las sustancias naturales y eternas de la nación. Se produce entonces el reconocimiento del patrimonio nacional fundado en un tradicionalismo sustancialita que inviste a ciertos objetos (piezas arqueológicas, muestras de orfebrería, cerámica o tejidos) y espacios (museos) de un carácter sagrado. En ellos se representa el origen y esencia de la nacionalidad. A partir de este proceso de mitificación y sacralización de lo nacional se naturaliza el acervo patrimonial y se lo impone como una representación incuestionable. La nación y sus símbolos se transforman entonces en una realidad ahistórica y metafísica desvinculada de los grupos históricos que los produjeron. Gracias a esta operación el patrimonio nacional aparece como un conjunto de bienes sagrados que permiten la construcción de un pasado común y generan un sentido de unidad y pertenecía. Este complejo mecanismo de construcción de el acervo nacional aún en la actualidad se encuentra en operación. García Canclini, lo reconoce en el estudio de dos museos mexicanos: el Museo de Arte Prehispánico Rufino Tamayo ubicado en Oaxaca y el Museo Nacional de Antropología ubicado en el Distrito Federal. En el caso de ambos museos se hacen visibles los mecanismos por medio de los cuales opera la visión tradicional sobre el patrimonio nacional asentada sobre la construcción de colecciones legitimadas por el saber científico, la cultura de elite y los intereses estatales.

Por su parte, Merry Roldán analiza como los tradicionales “gabinetes de curiosidades” ostentados por los ricos aristócratas en los siglos XVII y XVII se transforman en los modernos museos democráticos regidos por la lógica racional y científica. Con la pararición de los estados nacionales se hace necesaria la construcción de nuevos rituales de poder que inserten al ciudadano en el orden estatal. Las ritualidades modernas en las que se basa el poder de la nación tienen su manifestación más visible en la construcción del Museo Nacional. Esta nueva institución se construye como una recuperación de la memoria de la nación ordenada de acuerdo a intereses particulares:

... no fue tanto una representación de verdades o eventos “objetivos” como un producto de interpretaciones complejas y socialmente construidas, filtradas a través del deseo y del imaginario del sector dominante (2000: 104).

A partir de la referencia al Museo Nacional de Colombia (fundado en 1823), Roldán reflexiona sobre el proceso de construcción de comunidades imaginarias vinculadas a la articulación de una narrativa de la soberanía nacional y la búsqueda de la identidad supra-regional. En el proceso se hacen visibles los mecanismos por los cuales el Estado interpela a los individuos como ciudadanos pertenecientes a una comunidad nacional. Este aspecto, tratado superficialmente en el análisis de García Canclini, abre las puertas a la reflexión sobre la función del museo en la construcción la ciudadanía. En contraste, cabe destacar que el texto Roldán no presenta ninguna definición acerca del patrimonio nacional o la organización de colecciones, elementos esenciales a la hora de conceptuar al museo como institución.

Los dos textos, sin embargo, remarcan el proceso conflictivo que se oculta tras la concepción del museo nacional. Roldán enfatiza en que la formación de la identidad nacional implica la negación de otras identidades ya que la nación se sostiene sobre la base de una memoria selectiva que consagra una serie de comportamientos que se imponen como centrales frente a otros se son subordinados como marginales (110). Por su parte, García Canclini sostiene una fuerte crítica a la concepción esencialista del patrimonio albergado en los museos nacionales. El patrimonio nacional, comprendido como la fuente esencial y original de la nación, esconde los procesos de dominación política y cultural generados por la reproducción de un orden impuesto por los grupos dominantes. En segundo lugar, plantea una mitificación de la nación sostenida por rituales que sacralizan ciertas simbologías de lo nacional. En tercer lugar, genera un homogenización que oculta los procesos heterogéneos y la división entre distintos sectores y grupos sociales al interior de la nación. Consecuentemente, se legitima y naturaliza un sistema de exclusiones basados en rituales de legitimidad construidos por las elites que definen cuales son las sustancias y símbolos de la nación. La institucionalidad del Museo Nacional lleva a cabo estos cinco procesos al mismo tiempo que los invisibiliza.

Otro punto de fecunda coincidencia junta a los dos autores en la búsqueda de una nueva definición de los museos nacionales en el contexto actual de la globalización. Para los dos investigadores, los procesos de globalización no solo estimulan la transnacionalización simbólica y produce transculturaciones imaginarias, sino que también cuestiona profundamente las concepciones decimonónicas y esencialistas de los museos nacionales. La presencia fundante de los medios masivos de comunicación y el uso de nuevas tecnologías en la reproducción-difusión de los bienes culturales plantean un cuestionamiento radical a la noción de originalidad y pureza en la que se sostiene el patrimonio nacional (García Canclini: 185) Al mismo tiempo los procesos de globalización plantean la paradójica situación de “reforzar procesos tradicionales e identitarios en la misma medida en que los pueden borrar y alterar” (Roldán: 109). Con estas consideraciones se abren nuevas posibilidades de reimaginar el patrimonio nacional, considerándolo, ya no como algo natural, sino como un proceso social conflictivo en donde se juega la representación de lo nacional en tensión con lo global.

Esta representación se presenta, en entonces, en palabras de García Canclini como “un espacio abierto a la lucha material y simbólica entre clases, etnias y grupos” (182) en donde las colecciones nacionales no son acervos establecidos de una vez y para siempre, sino al contrario constelaciones fluidas en permanente reconfiguración. Por su puesto, como se afirma en los dos textos esto implica un proceso de transformación radical de aquello que se designa bajo la vocación nacional. Plantea el reconocimiento de la diversidad y la inclusión de múltiples sectores, grupos étnicos y clases sociales dentro del museo. Solo a partir del reconocimiento de esta gran diversidad fisurada y contradictoria el Museo Nacional puede atender a los retos que le plantea la globalización y la irrupción de las culturas híbridas.


Bibliografía

García Canclini, Néstor, Culturas híbridas. Estrategias para entrara y salir de la modernidad, Grijalbo-Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1990.

Roldán, Mary, “Museo Nacional, Fronteras de la identidad y el reto de la globalización” en SÁNCHEZ, Gonzalo y WILLS OBREÓN, María Elena (comp.), Museo, Memoria y Nación, Ministerio de Cultura, Museo Nacional, PNUD, Universidad Nacional, Bogotá, 2000.

Ciberbarroco:

El derroche en la era digital

Imaginen un objeto singular: un altar conformado por varios monitores de televisión que está soberbiamente decorado con bombillas eléctricas y oropeles barrocos. En el centro, un retablo prolífico en adornos, recorta hornacinas de inspiración católica, donde se incrustan las pantallas como preciosas perlas.

De cara a este bizarro armatoste, surge inmediatamente la pregunta sobre su utilidad. ¿Para qué sirve? ¿Cuál es su función? Atendiendo al sentido común, el observador desprevenido puede atribuir a su constructor una mentalidad delirante, privada de razón. Sin embargo, cuando alguien dice que el autor de tan espléndida inutilidad es un célebre artista contemporáneo, la ingenuidad recula con el argumento de que el arte puede permitirse cualquier cosa. Pero, veámoslo desde otro punto de vista: ¿no será esta inquietante video-escultura, firmada por Nam June Paik, un artefacto que descubre el talante artificial, ostentoso y disfuncional de los objetos que se producen en la actualidad?


Racional, industrial, funcional

Frente a la idea de producir objetos sin utilidad, un buen seguidor de los postulados de escuela Bauhaus, sin duda pondría el grito en el cielo. Pero no está de más recordar que, como lo sostiene Stuart Ewen, la actual sociedad de consumo nace no solo bajo la influencia del modernismo racionalista que planteaba la escuela de Weimar, sino también modelada por el sensualismo ya descubierto en el siglo XIX por el Art Nouveau. Si la Bauhaus descubrió los principios del diseño industrial y la serialización de la producción, el Art Nouveau configuró el uso de los instintos y la pulsión de los sentidos, moneda común en el mercado contemporáneo actual. Los fenómenos sociales de la sociedad de consumo están lejos de poder ser estudiada únicamente bajo los parámetros del la racionalidad con arreglo a fines, por el contrario gran parte del funcionamiento de los objetos que se ofertan están modelados atendiendo a procesos de construcción de imaginarios colectivos, estatus social, mitologías individuales o deseos inconscientes. Pensar que el consumo se reduce a un simple satisfacción de las necesidades no sería más que una ingenuidad o una construcción ideológica, en palabras de Jean Baudrillard. El consumo esta sobretodo articulado a la a un complejo proceso de sublimación del deseo que se traduce a las lógicas del poder social y enclasamiento y la identidad individual.

Vistas las cosas de esta manera se impone una revisión crítica de aquellos principios a comienzos del siglo veinte dieron lugar al aparecimiento del racionalismo de la ya vieja sociedad industrial. El diseño funcional que ofreció, en un gesto prometeíco, racionalizar al mundo, al hombre y a su trabajo parecen estar en franca retirada en la actual irracionalidad que reina en la sociedad de consumo. El optimismo de sus mejores exponentes se fundó en el horizonte de expectativas y esperanzas generadas por la tecnología y la modernidad. Hoy, esas esperanzas parecen haberse esfumado. La tecnologización de la actividad humana multiplicó la alineación, el individualismo, la guerra y el abuso contra la naturaleza, en lugar de progreso y bienestar. La ansiada modernización de la sociedad trajo consigo dominación, pobreza, injusticia y desigualdad, en lugar de libertad y confraternidad. Nuestro tiempo posmoderno parece tener una vocación contraria a la racionalidad formal.

A finales siglo XVIII, la revolución industrial conmocionó a occidente. El ferrocarril y la maquina de vapor se transformaron en objetos fetiches, modelos de integración y racionalidad. Mediante un proceso de descomposición y recomposición del dispositivo maquinal se impusieron lineamientos generales sobre la producción y el trabajo. Por primera vez, el hombre analiza su labor transformadora sobre la naturaleza y la descompone en etapas. Nacen así las grandes fabricas ─los hangares sucesivos de montaje con obreros especializados─ y la producción en serie.

Un siglo más tarde, la creatividad humana corría tras la máquina. Los ideales clásicos de la antigüedad son desempolvados y puestos al servicio de la nueva ideología, el industrialismo. Surge así una renovación en la cultura visual de occidente acompañada de una nueva sensibilidad secular y liberadora. Como sucedió con la invención de la perspectiva en el renacimiento, esta revolución se propaga rápidamente y contagia a todas las artes visuales, a la arquitectura, a la moda y al diseño. Sullivan, Eiffel, Van de Velde y Horta son sus precursores decimonónicos, pero su padre contemporáneo es Walter Gropius. Para 1919, cuando se funda la Bauhaus en Weimar, esta revolución alcanzó su plenitud, un contenido programático e incluso un nombre: el funcionalismo. Bajo esta etiqueta se cobijó el espíritu innovador y la nueva sensibilidad de la sociedad industrial abrazadas por figuras de la talla de Kandinsky, Moholy-Nagy, Van der Rohe, Breuer, Rietveld o Thonet. Estas personalidades hicieron posible la utopía de la razón: el control de toda actividad humana por medio de la sujeción a fines. El mundo sinuoso, carnavalesco y excesivo la sociedad preindustrial, se presenta entonces irracional y gratuito, despojado de finalidades. La geometría, la matemática, el pensamiento abstracto y la sicología aplicada se convirtieron en las herramientas principales de la construcción y el diseño.

El funcionalismo revolucionó las mentalidades y planteó un nuevo sistema de representación sobre la realidad, irrumpieron nuevos principios constructivos y formales. Por otro lado, esta flamante mentalidad devino en una especie de ética-estética del capitalismo popular, en busca de equilibrio y armonía ─dominio del “ethos clásico” de la modernidad según ha escrito Bolívar Echeverría─.

Bajo la arenga de Grupius, “la adaptación al fin también es bella”, surge la nueva ingeniería de la producción y el concepto moderno del diseño. La infinita capacidad creativa del hombre es conjurada en unos pocos principios: el empleo justo de los medios con relación a los fines, la utilización racional de los materiales, la economía en su uso, el racionalismo de la función. Aparece, entonces, el diseño industrial, basado en la funcionalidad de cada elemento que interviene en la elaboración de un objeto. El diseñador se transforma en un planificador que establece la relación necesaria entre las distintas unidades de un sistema. La consigna es eliminar lo inútil, combatir el ornamento.


Disfuncional, diferencial, digital

A mediados del siglo XX, como un precisos castillo de naipes, la utopía racionalista se viene abajo. El sueño de Gropius ─que conciliaba a artesanos y artistas, a obreros y empresarios, en el tren del progreso─ dio pasó a la pesadilla totalitaria de las guerras mundiales, luego, a la modorra generalizada del consumismo. La vocación armónica que la Bauhaus atribuía a las formas le era totalmente extraña al hombre medio, para quien la vida se presentaba como un muestrario caótico y antojadizo de emociones, deseos, carencias, mitos y necesidades inconscientes no reductibles a la razón funcional. Las sociedades opulentas del primer mundo describen trayectorias circulares y enredadas que no coinciden con el vector rectilíneo y ascendente del progreso. Una vez que el capitalismo se había decantado en la esfera del consumo, la racionalidad de la producción permanece en segundo plano, mientras que el diseño de los objetos se orienta paulatinamente a la satisfacción de necesidades simbólicas y libidinales, vinculadas a una sociedad signada por la imagen. Un ejemplo son las aletas posteriores que adornaron al Cadillac de los cincuenta. Este detalle no tiene función alguna, vuelve más pesado al automóvil pero lo dota de características imaginarias: la agilidad de un ave que surca el cielo. La sociedad de consumo es una inmensa máquina productora de formas ornamentales, objetos inútiles y productos perecibles que no tienen función objetiva, sino funcionalidad simulada por el diseño y la publicidad. Con justa razón, Abran Moles sostiene que los productos de la sociedad de consumo son “aberraciones de la funcionalidad”. Objetos como el cepillo de dientes musical, el juego de cubiertos Disney o Batihambuguesa, tienen la funcionalidad y la eficiencia del Inspector Gadget, aquel personadillo de tv. que siempre termina burlado por la hipersofisticación de sus artefactos de espionaje. Instalados ya en la fantasía, es adecuado recordar aquellos filmes de ciencia-ficción y ambiente cibernético, ─pienso en dos: Brasil de Terry Gilliam y El quinto elemento de Luc Besson─, donde circulan máquinas tan extraordinarias como inútiles.

Este auge de la disfuncionalidad apadrinada por el mercado y los mass media, no es sino expresión de la crisis de la racionalidad clásica. Al parecer de los estudiosos, la cultura occidental cimentada en los ideales del clasicismo ─simetría, equilibrio, armonía y perfección─ está en crisis. Rebasados estos, se inaugura la condición posmoderna (Lyotard), la sociedad del simulacro (Baudrillard), la era del vacío (Lipovetsky) o del neobarroco (Calabrese), como se prefiera. Una vez que occidente se descubre caótico, incongruente y excesivo, comprende al mismo tiempo que su razón no es la única capaz de ordenar el mundo. El clasicismo es una de tantas manera de organizar la realidad. Propio de una sociedad concreta, es válido para determinados casos y no un modelo universal como lo quiso el funcionalismo. Cada cultura tiene su forma particular de organizar el mundo, en consecuencia, existen múltiples racionalidades, no solo una. El relativismo cultural plantea que las civilizaciones no occidentales, incluido el tercer mundo, son portadoras de principios constructivos o axiomas de diseño, tan universales como los europeos. Más aún, esos principios diversos habrían puesto en crisis a la forma clásica de la representación, tan perfecta como inflexible. No es casual que la iconografía posmoderna venga plagada de reminiscencia a las antiguas culturas no occidentales, o que las pasarelas parisinas se haya impuesto el look excéntrico-oriental bajo la mano de diseñadores como Yamamoto o Kenzo.

Si el funcionalismo es la sensibilidad de la sociedad industrial, el neobarroco lo es de la sociedad ─globalizada y multicultural─ de la información. Basta con echar una mirada a las manifestaciones tardías de la cultura moderna para caer en cuenta que el barroco está completamente vigente. Lo saben Michael Graves y Robert Venturi, Elisabeth Garouste y Matthia Bonetti, Pedro Almodóvar y Peter Greenaway, Jean Paul Gaultier, Christian Lacroix y Vivienne Westood. O más cerca, en nuestra propia Latinoamérica: Andrea Echeverri, Walter Mercado y Liz Cardenas.

Después de la revolución científico-técnica, el mundo construido por el maquinismo adquiere una nueva textura, necesita un cambio de mentalidad. Frente a la sociedad calvinista y racional del ferrocarril, la novísima sociedad postindustrial se presenta excesiva y hedonista, ligera, versátil y personal como el computador. Frente a la materialidad apabullante de la fábrica y el montaje de producción, oscila el mundo de los interfaces y las redes, fundado en el conocimiento, el trabajo intelectual y el espacio virtual. Frente a los bienes seriados, propios del modelo fordista, las nuevas tecnologías comunicacionales e informáticas exigen un planteamiento postfordista: flexible e inteligente, capaz de diversificar sus líneas de producción de acuerdo a la demanda. La modelización y la serialización de los productos son obsoletas cuando los consumidores tratan de distinguirse unos de otros y las redes informáticas auspician la retroalimentación y el diseño personalizado de los objetos. Esta nueva lógica del mercado, risada sobre sí misma, describe una organización abierta a la diversidad con múltiples irregularidades y centros. En síntesis: atiende a un principio barroco, neobarroco, o mejor: cyberbarroco.


La estatización de los objetos

El mundo descentrado de la comunicación generalizada y la informática ha vuelto obsoletos los productos funcionales y seriados. El ideal de la sociedad de consumo, no es la eficiencia de la máquina, sino la omnipresencia de la red. El espacio virtual es inimaginable dentro de la forma clásica de la representación. La internet es un entramado infinito de terminales en donde no existe un centro ordenador, todos los puntos de la red son centrales. Esta disposición describe una estructura abierta y multiforme que opera en forma de flujo y está en reconfiguración constante. La forma de organización de la red está gestando una profunda transformación en la cultura visual de la modernidad, alejada cada vez más del ascetismo y la racionalidad funcional. La tecnología digital, la desmaterialización de los procesos, la miniaturización de los artefactos han liberado al diseño de las imposiciones estructurales, copresentes en el producto industrial. En la era digital, resulta visionaria aquella idea defendida a capa y espada, por el arquitecto Michael Graves sobre la primacía de la forma sobre la tecnología. Tal como sucede en la morfología de la red, las estructuras de los artefactos digitales se han vuelto complejas y flexibles. Los nuevos perfiles blandos de electrodomésticos, teléfonos y ordenadores, plenos en curvaturas, sensuales y provocativos, buscan la función ornamental o la identificación simbólica con sus usuarios. ExistenZ de David Cronenberg ―filme alucinante por lo demás― lleva hasta sus últimas consecuencias el acople perfecto y sensual progugnado por las tecnologías blandas. (En la cinta, el mando de un video juego es una masa orgánica que se conecta la espalda del jugador por medio de una conexión lúbrica)

Si el diseño industrial se fundó en reglas universales de organización formal, bajo los mandatos de racionalidad y abstracción; el diseño postindustrial explota la actual crisis de estos valores. Introduce una multiplicidad de principios ordenadores que juegan sin pudor con la iconografía de los mass media, con la diversidad cultural, con las formas complejas de la naturaleza, con la repetición, el caos y el instinto. Frente al hombre abstracto y racional para quien estaban dirigidos los productos industriales, se agita el consumidor particular encarnado en el cuerpo de la mujer, del joven, del niño, de los grupos étnicos, de las subculturas. El perfil unilateral del consumidor maduro y racional, estalla en los laberintos polifacéticos del deseo, el estatus, el instinto, el símbolo y el mito, tan caros a la sociedad posmoderna. Por esta razón, una de las tareas fundamentales de occidente ha sido la “la estatización del mundo” ―otra vez Baudrillard―. Como ninguna otra cultura, la occidental se ha empeñado, desde hace un medio siglo, en transformar en signos, imágenes y lenguajes todos los objetos que la conforman. Frente al escenario uniforme y desapasionado de la cultura industrial luce el ambiente estridente, diverso y estetizado de la era neobarroca. Los objetos han dejado de ser útiles para convertirse en huellas distintivas de la identidad o el estilo, sea este grupal, corporativa o individual Las estructuras dan paso al protagonismo de las superficies, los detalles y los ornamentos, huellas indelebles de un consumidor que exige agritos distinción y rostro. El estilo ha dejado de ser un don de las estrellas o la elite, hoy se ha transformado en una estrategia de la economía postfordista en busca de la diversificación de la producción y el consumo.

Después de todo este rodeo, se puede revisar con otros ojos la obra de Nan June Paik aludida en el inicio de este ensayo. La propuesta del artista sugiere que las formas desbordantes y alocadas son una especie el síntoma de la sociedad postindustrial. Con un gesto irónico, la instalación proclama el nuevo régimen opulento y disfuncional que adquieren los objetos en el universo mítico de los mass media. El estrambótico artefacto, es una metáfora de todos los objetos producidos por el hombre, reverberante y fraccionado, que habita los medios y la red.


Bibliografía

Baudrillard, Jean, El sistema de los objetos, Siglo XXI, Décimo primera edición, México, 1990.
Baudrillard, Jean, Cultura y simulacro, Káiros, España, 1991.

Dery, Mark, Velocidad de escape, Ediciones Siruela, España, 1998.

Calabrese, Omar, La era neobarroca, Cátedra, Madrid, 1999.

Echeverría, Bolívar, “Ehos Barroco” en Modernidad, mestizaje cultural, ethos barroco, UNAM, México, 1994.

Gubern, Román, El eros electrónico, Taurus, España, 2000.

Lipovetsky, Gilles, La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Anagrama, España, 1998.

Lyotard, Jean, La condición posmoderna, Cátedra, tercera edición, España, 1989.

Moles, Abraham, El Kitsch, Paidós, Barcelona, 1990.

Rincón, Carlos, “El universo neobarroco” en Modernidad, mestizaje cultural, ethos barroco, UNAM, México, 1994.

Stuart, Ewen, Todas las imágenes del consumo. Política y estilo en la cultura contemporánea, CNCA-Grijalbo, México, 1988.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Feminine Interferences

Three Performances by Jenny Jaramillo


Handle plastic conveniently long
Stick on hook allows you to place
The brush in the toilet within easy reach
Container holders brush designed well with
Glass aluminum as such
Cleaning domestic general for
Fregona, melena, greña
The miracle mop
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Recorded text from Miracle Mop


In the month of July 2004, Jenny Jaramillo performed three actions: Miracle Mop, Deseasentar, Testa di sémola di grano duro. Under these titles filled with irony, the artist from Quito staged multiple surprising representations of femininity about emptiness and contradiction. Jaramillo revisits her recurring theme: a gesture that trespasses the body, gender and social aspects. This time, however, with a post-minimalist language that rescues action, sensorial experience and sexual matters. The execution of varied routines that took place in the Benjamín Carrión Cultural Centre provoked a potent interaction with the public, who experienced a generalized interference of pre-established meanings about identity and gender. From the distance, the artist’s performances have a restless strength that carves a unique place for her in the art practices from Ecuador.

Repetition and Subversion

In Miracle Mop, Jaramillo repeats words in English imitating a recording of a male voice. Her body has been painted with a military camouflage, and she keeps wings connected to her back and hands while a series of 28 slides are projected onto her. The slides show the artist wearing a sari, manipulating several cleaning tools. The images, the sound and her performance are repeated in regular intervals. The artist, a winged woman, insistently tries to repeat the recorded script, however as time passes, her task becomes impossible.

The accent, tone, diction, hispanidad and femininity in her voice produce a distance between the pre-recorded model and her execution. In this entire act, Jaramillo situates her action from a woman’s subaltern place. “I don’t understand where I can speak from. I am not a man, I am not a homosexual, I am a woman. I can only speak as a woman,” says the artist. For this reason, Miracle Mop alludes to a masculine projection mechanism over her woman’s voice and body. The slides images and recording suggest that feminine identity is a product of a copy or a transcription of the masculine order and desire. The performance represents a woman as a lapse of an established script, like a stain on the projected image. Nevertheless, the mistakes, the interference, and the deviation end up transforming into a source of feminine creativity. The repeated male voice is transformed, violated, questioned. The Indian image, fixed and domestic, while projected over the artist’s body, becomes warped, distorted and empty. This step from mimesis to poiesis, from imitation to replica, from copy to replacement, designates a subtle maneuver of feminine subversion. This strategy consists of liberating something unnamed by masculine law, something invisible in the stereotypes that anchor a woman’s image to an identity or role. Miracle Mop alludes to this unnamed and invisible distance in an effective manner, pronounced through the repetition of common-places and stereotypes. The execution of routine
actions, of verbal voiceover, and of a dislocation of images profiles a semantic residue that alludes to a non-identified being, a woman represented but always absent, in a “lost state,” as Gayatri Spivak said.





Miracle Mop, performance, Jenny Jaramillo.

Loquacity and Muteness

Desasentar begins with a video projection shot in Amsterdam, where Jaramillo appears seated on a chair surrounded by a multiplicity of objects and clothing articles. As the angle widens, the artist wears the attires piled around her. Live, she appears nude, carrying a bundle just as the Andean women do. She walks around the stage, stops, spits, and spreads her saliva around with her foot, as though demarcating her territory on stage.

After finishing, she offers cigarettes to the public, and lights them. Finally, she returns to the stage, puts down her bundle, guards it, and abandons it. In a strategy of Dadaist inspiration, Jaramillo articulates heterogeneous elements that never communicate. The images from Amsterdam, which allude to a suffocating First World consumerist society, engage in an impossible dialogue with the nude and submissive body of the indigenous woman from the Third World. The clothing articles, suffocating symbols of identity and culture in the video, become a heavy load in the live action, a mark of loot. As the artist stated, clothes are “a material sign that determines everything,” and it is nothing more than “uniform” or “camouflage,” all and nothing at the same time.
Desasentar shows how an eloquence of symbols seems to rhyme with their aphonia. On the one hand, the corporal actions allude to a production of femininity from social symbols, like a dress or domestic chores. On the other hand, the repetition of routine acts absorbs meaning, revealing a pure game of signified without referent.

As Eve Kosofsky recalls, all performative act expands in two opposite directions: “the actor’s extroversion, and the introversion of the signified.” Jenny Jaramillo’s art of actions confirms this statement in the sense of an impossible conjunction of loquacity and muteness. Video and theatre, dress and body, sexuality and culture, stage and public are juxtaposed configuring a palimpsest where acting and meaning are divorced. The repetitious and absurd acts dislocate pre-established meanings about cultural identity and gender. Representations of gender, nation and culture experience a symbolic proliferation, as well as absorption of meaning.


Untranslatable Identities

Finally, Testa di sémola di grano duro combines performatic actions with strategies of intervention of the public space. In the installations at the Carrión Centre, four players, including the artist, cook some noodles while the public arrives. Bearing ordinary pots and pans, and small boards hanging from their backs, they go out on the streets. Jaramillo writes the word “Testa” in each of her fellow performers’ boards, and one of them repeats the action on the artist’s. The performers then go around the block, walking backwards and on a single file formation, while they slowly ingest the noodles they carry in their pots. They go around the block four times, and in each of them they pause to write another fragment from the phrase that titles the performance.
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Once again, repetitive acts devoid of any goal elude and allude to a series of signifieds related to gender roles. The pots and pans, and the noodles designate the kitchen, a conventional place of feminine recognition. The Italian phrase is an intertextual reference to the world of culinary publicity, and products in the supermarket. As in the previous two performances, pre-determined identity symbols are imbedded here. Not to affirm them or to essentialize them, as the media discourse would, but on the contrary, to question their meaning from a persistent semantical interference and symbolic rupture.
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These abundant significations about the feminine seem to be directed towards a dislocation of conventional representations of women. We could claim something similar about cultural identities the artist frequently evokes. The allusions to Indian society, to Andean tradition, to Italian and English languages, stage the problem of cultural difference understood according to what Jacques Derrida outlined as an “untranslatable translation.” The identity symbols presented here are in a permanent battle, in mutual confrontation and interference without solution or continuity. It is impossible to dialogue or translate around them. In that sense, a total and coherent reading of the cultural signifieds on stage is useless. The identity traits constantly appear fractured, incomplete, and undecipherable, displaced from their own centre, deprived of an original meaning.

El rostro desafiado

Reflexiones sobre la “contramirada” de Andy Warhol



Si queréis saberlo todo sobre Andy Warhol,
mirad la superficie de mis pinturas y mis películas
y allí me encontraréis. No hay nada detrás.

Andy Warhol

La mirada del afuera

Esta polémica frase, sin duda desenfadada e irónica, puede interpretarse como una de tantas declaraciones modernas y sofisticadas que suelen hacer genios pagados de sí mismos en la irreversibilidad de la fama. Sin embargo como lo plantea Marco Livingstone (1989) una interpretación sugestiva de la frase es su propio sentido literal. Warhol, el artista que firma las celebres Latas de Sopa Cambpbell (1968) o Marliryn (1964), es efecto de su propio discurso, es na estrategia visual, descentrada y sin fondo. Es un flujo de partículas sensibles en fuga que se expanden en un topos sin estratos en donde se disponen distintas intensidades visuales privadas e perspectiva. Warhol es un plano de inmanencia que conecta símbolos monetarios, vallas publicitarias, iconos cinematográficos, noticias massmediáticas, repite los estereotipos más estridentes, una y otra vez, afirmando su artificiosidad. Warhol y su obra, un continum superficial despojado de toda trascendencia, subjetividad y sentido. “No hay nada detrás”, ningún ser que desenmascarar, ninguna significación que descubrir. Por fuera de la superficie, de u inmanencia, no existe ninguna protuberancia que ascienda a las alturas la realidad original. Warhol es la fascinación de la superficie. Es el aplanamiento de toda la construcción significante —desarrollada a partir de la articulación de estratos y sistemas— que se presenta a la vista con una atracción irresistible. La mirada se embriaga y desconcierta ante tal superficie que parece bsorber el sujeto, el objeto y la distancia entre ambos. Esa distancia constitutiva del observador y lo observado desaparece en una acción que hace coincidir la representación y lo representado. Hablando del fenómeno del la escritura Maurice Blanchot ha descrito esta acción de la siguiente manera:

“La mirada es arrastrada, absorbida en un movimiento inmóvil y en un fondo sin profundidad [...] La distancia no está ahí excluida sino que es exorbitante, es la profundidad ilimitada que esta detrás de la imagen, profundidad no vidente, no manejable, absolutamente presente pero no dada, donde se abisman los objetos cuando se alejan de su sentido, cuando se hunde en su imagen” (1992:26).


Cuando miramos el rostro coloreado de la Monroe (turquesa, amarillo, rosa), el principio mimético sobre el que se basa la representación queda suspendido. La artificialidad del color, así como las huellas del proceso serigráfico, impiden la representación naturalista / metafísica. La superficie del lienzo resiste al efecto de perspectiva / profundidad subjetiva, la imagen no remite a la Marilyn carnosa que supuestamente existe por fuera de la representación como principio de verdad y subjetivación trascendental. Al contrario, la diva de Warhol, nos lleva al rostro ingenuo de la muchacha del filme La comezón del séptimo año, al gesto complaciente de Sugar mimando a un supuesto millonario en Con faldas y a loco, también a ese símbolo sexual fotografiado como ningún otro en siglo XX, al icono de la frivolidad hollywoodense, o más aún a toda una constelación de imágenes acuñadas en el comic, la novela y el cine negro, a esa especie de femme fatale invertida.

Una imagen conduce a otra, y esta a otra más, en un reenío infinito que posterga permanentemente el encuentro con el originario. La serigrafía de Warhol produce un doble movimiento. Frente al cuadro, el ojo vidente es absorbido por la superficie, se disuelve en una constelación de puntos que han dejado de ser exteriores a la imagen, distancia focal cero. Detrás de él, la ilusión de profundidad construida a partir de la perspectiva geometral se abre una profundidad abismal, tal como lo apunta Blanchot. Las líneas convergentes de la perspectiva naturalista se vuelven paralelas y trazan un recorrido incesante de superficie a superficie, de plano a plano. La imagen se desfonda en una superficie que es abismo. El rostro se transforma en un “innombrable pozo sin fondo” (Derrida, 1989: 402-409).

Warhol es una estrategia de seducción en el sentido queer del termino, o en la acepciónque Baudrillard da a esta palabra. Es la escenificación exuberante de signos de identidad que sobresaturan la dimensión profunda y naturalista de la subjetividad difiriéndola constantemente en un espectáculo perverso que no designa nada en particular, ninguna sustancia fija (Halperin, 1995: 62-66). Es una operación que sustrae al discurso su sentido y lo aparta de la verdad para generar un efecto de vacío. (Baudrillard, 1989: 73). La seducción de la imagen permite la experiencia de “los abismos superficiales” que anonadan toda posibilidad asertiva porque suspende el espacio escópico de la representación cartesiana que produce subjetividades y verdades, miradas y cuerpos.

“La seducción es, de alguna manera lo manifiesto, el discurso en lo que tiene de más ‘superficial’, lo que se vuelve contra el imperativo profundo (conciente o inconsciente) para anularlo y sustituir por el encanto y la trampa de las apariencias” (Baudrillard, 1989: 55).


Los cuadros, filmes y objetos de Warhol seducen con la fuerza de lo desconocido. Fascinan porque muestran imágenes convencionales y reiterativas —íconos, figuras, estereotipos que circulan incesantemente en los media— interferidas por la presencia de lo absolutamente otro. En Mao (1972), Warhol trabaja con el retrato oficial de Mao Tse Tung, aquel que dio la vuelta al mundo y e transformó en el símbolo de la revolución cultural china. En lugar de tachar, destruir o ridiculizar el rostro del revolucionario chino, como lo habrían hecho los dadaístas, repite la imagen en cuestión y la amplifica en una serigrafía de gran formato. Retoca la impresión con colores bajos y reminiscencias technicolor, a tono con el aire apacible del retrato. Las manchas de color desnaturalizan la ilusión de profundidad del registro fotográfico, las huellas de la malla y la rasqueta corroen el ule facial y descomponen la fachada subjetiva (Honnef, 1991: 54). Frente a la ortodoxia maoísta representada en un rostro apacible, Warhol no pone una estrategia antagónica, o su contrario dialéctico, no censura la presencia de la simbología conocida sino que la que la hipervisibiliza para dejar ver los lados desconocido de esa imagen en un sutil movimiento que siguiendo a Hommi Bhabha podríamos inscribir dentro del campo de la mímica3. Es decir una repetición del discurso del poder que se construye como objeto parcial, como la falta constitutiva productora de “un modo de representación que marginaliza la monumentalidad de la historia, se burla directamente de su poder como modelo, ese poder que supuestamente la hace inimitable”. Por esta razón, “la mímica repite más que representa”, “no oculta ninguna presencia o identidad bajo su máscara” (Bhabha, 2002: 114).

Los elementos habituales que tipifican la imagen han sido aplanados sobre el fondo inquietante de lo no habitual, la repetición insistente provoca un desplazamiento que descompone la visualidad moderna desde su interior y la desborda por saturación. Esta sofisticada operación nos permite mirar aquello que está fuera del régimen visual y discursivo del sentido. El envés del sentido es posible, el otro lado de la visibilidad se muestra, el discurso, la subjetividad y la representación han sido suspendidas. Como lo diría Michel Foucault:

“En el momento en que la interioridad es atraída fuera de sí, un afuera se hunde en el lugar mismo en que la interioridad tiene por costumbre encontrara su repliegue y la posibilidad de su repliegue: surge una forma —menos que una forma una especie de anonimato informe y obstinado— que desposee al sujeto de su identidad simple, la vacía y la divide en dos figuras gemelas, aunque no superponibles, lo desposee de su derecho inmediato a decir Yo y alza contra su discurso una palabra que es indisociablemente eco y denegación” (2000: 64).


En rima con este “pensamiento del afuera” propuesto por Foucault, Warhol sostiene “una mirada del afuera”. ¿Afuera de que? Por su puesto de la visualidad moderna construida a partir de la presencia de dos elementos: entidades estables y subjetividades fundantes. Las primeras se alteran como presencias que se desarrollan a partir de una duración temporal, las segundas son el principio de organización del campo escópico en torno una perspectiva central. La mirada del afuera que propone Warhol posterga permanente los referentes icónicos, difiere constantemente su visibilidad, a la vez que desfonda la perspectiva construida a partir de un ojo omnisciente exterior a la superficie inmanente de la representación. La mirada del afuera es el doble de la visualidad moderna. Frente al orden visual de occidente fundado en la perspectiva geométrica, construida en torno a una estructuración abstracta o temporal del espacio, como nos ha enseñado Lacan (1984: 101), Warhol diagrama una “topología” de la mirada, que sustrae la perspectiva profunda de las estructuras simbólicas articulando y “descompone todas las polaridades y binarismos simplistas” (Bhabha, 2002: 75). Al hacerlo, nos enfrenta con la superficie pura que no necesita del sujeto para realizarse y, bien al contrario, se burla del sistema de representación cartesiano y sus lapsus. Warhol es la risa de la imagen, la risa del espacio (Castro Nogueira, 1997).

La imagen innombrable

En 1963, Andy Warhol declara públicamente su decisión de dedicarse el cine. En los próximos cinco años rueda al rededor de cien filmes, muchos se han convertido actualmente en iconos del cine underground newyorquino. En 1966, cuando Paul Morrissey, asistente de Warhol, empieza a encargarse se las filmaciones, introduce criterios más profesionales e convenciones narrativas. (Honnef, 1991; De Diego, 1999). Dentro la extensa filmografía realizada entre el 63 y el 66, destacan los trabajos empranos, en su gran mayoría construidos sobre la base de un solo plano estacionario que registra sencillos procesos (Sleep, 1963), hechos cotidianos (Empire, 1964) o rostros en movimiento (Blow-Job, 1963). La improvisación y la espontaneidad son la impronta de estas cintas. Gracias a ellas allegados al clan Warhol, la “beautyfull people” de la “Factory”, se transformarón abruptamente en las estrellas del cine urdergruond. Armado de una ligera cámara Auricon (16 mm.) y un trípode, Warhol traslada la “mirada del afuera” al formato fílmico. Su planteamiento buscaba desarmar todas las convenciones representativas que habían alcanzado un nivel elevado de acumulación en el discurso cinematográfico y, al mismo tiempo, cuestionar el hecho ritual y proyectivo que produce tal discurso en el espectador.

Al proponer frente a la mirada campos visuales que registran las variaciones ínfimas de situaciones intrascendentes en donde el gran acontecimiento está ausente, Warhol anula las operaciones, constatativas, designativas y predicativas características de la Institución cinematográfica —la lengua fílmica tan bien arqueologizada por Noël Burch (1991)—. Las imágenes se rizan sobre sí mismas se reabsorben en un solo plano impidiendo la linealización narrativa. Las estructuras sintácticas se tuercen y repliegan en un movimiento de autocontención que anula las unidades deslindadas, los estratos, y las relaciones de semejanza y oposición que se establecen como fundamento del desarrollo dramático. Parecería que Warhol se empecina en reintroducir todo aquello que ha sido repudiado por el cine convencional, sus películas no son más que los pedazos de cinta que un diligente editor amputa a la obra para su eficaz funcionamiento. Sus filmes son una magna colección de “tiempos muertos” que se presentan como el fuera de campo abyecto de la Institución Cinematográfica. El lenguaje del cine para poder construirse desecho la autarquía del cuadro primitivo y el multidireccionalidad del plano fijo, —invenciones de los hermanos Lumiere y principios de todo el cine primitivo— (Burch: 193-200). Al hacerlo, estableció un campo pleno de significación, pero al mismo tiempo fijó su límite. La Institución Cinematográfica se instaura en este acto de expulsión del plano autárquico. Más aún existe gracias a al acto de negación de las visualidades no estructuradas dentro de la cadena significante. Las cintas de Warhol despliegan nuevamente la irresolución de lo abyecto, su asecho constante. El plano estacionario warholeano da cuenta de aquello que está omitido en el lenguaje cinematográfico, pero en el mismo movimiento, permite entender que este se construye gracias a la imagen excluida. Recordando la noción de derrideana de “suplemento” —“El suplemento es exterior, está fuera de la posibilidad a la que se sobreañade, es extraño, a lo que para ser reemplazado por él, debe ser distinto a él. A diferencia del complemento, el suplemento es adición exterior” (1971: 186)—, sostenemos que el plano estacionario es el suplemento de la Institución Cinematográfica, Warhol es el suplemento de Hollywood.

El plano estacionario desmantela el sistema fílmico y libera al espectador del lugar construido para él por ellas funciones narrativas del texto. La posibilidad de identificación y catarsis le es negada al espectador, como consecuencia de la suspensión de la ilusión subjetiva. En sus propias palabras:

“Mis primeras películas en las que utilizamos objetos estacionarios, debían, en última instancia ayudar a los espectadores a conocerse mejor entre sí. Cuando vamos al cine nos encontramos normalmente un mundo de fantasía. No obstante si vemos algo que nos molesta, centramos nuestra atención en las personas que están sentadas a nuestro lado. Las películas son, en este sentido, más apropiadas que las obras de teatro o que los conciertos donde uno se sienta sencillamente. Me parece que solo con la televisión se puede alcanzar más que con el cine. Viendo mis películas se pueden hacer más cosa que viendo otras películas: se puede comer beber, fumar, toser, mirara a otro lado y luego volver a mirar hacía la pantalla para darse cuenta de que todo sigue estando allí” (Honnef, 1991).


Tal como sucede con las serigrafías analizadas, los filmes estacionarios sustraen el efecto de profundidad de la representación metafísica. Al hacerlo, destruyen la triple ecuación imaginaria (Personaje = Persona = Mi persona) que construye la proyección fílmica, impiden la acturalización de lo representado y destruyen el eje temporal por donde circula la acción dramática, propia de las convenciones cinematográficas. La idea que Warhol tiene de un cine que desplace la atención de la pantalla hacía los otros espectadores, se entiende entonces en parte. El espectador salvado del aparato semiótico de la imagen es libre de hacer lo que le plazca. Pero más radical todavía, el público se ha disuelta y ha dejado de existir. No solo ha dejado de mirar la película para dedicarse a otros actos soberanos, si no que al ser ignorado por el propio filme ha dejado de existir porque ha caído en cuenta que él, íntegramente, es un efecto ilusorio del filme.

Una vez abolidas la linealidad narrativa y la identificación subjetiva, que según Noël Burch son los fundamentos de la Institución Cinematográfica o Modelo de Representación Institucional (1991:247), irrumpe entonces “la mirada del afuera”. En la insistente repetición de micromovimientos que vuelven siempre sobre la misma acción prolongando el plano fijo es posible la epifanía de lo otro. Al tomar el momento ordinario despojado de trascendencia y repetirlo constantemente la estructura de la mirada se encuentra con su borde. El orden de la mirada cae en la trampa abismal del de la repetición, que ya no permite el rebote de la significación, sino al contrario la enreda en un círculo vicioso que se niega a alinearse en el orden de los signos. Esta “repetición no es el triste cabrilleo de lo idéntico sino diferencia desplazada” (Foucault, 1995: 29).

Es diferencia liberada que se resiste a ser fijada dentro del aparato semiótico construido a partir de la narración fílmica. Por esta razón Michel Foucault definió así la operación de las películas de Warhol:

“Al contemplar de frente esta monotonía sin límite, de súbito se ilumina la propia multiplicidad —sin nada en el centro, en la cima, ni más allá—, crepitación de la luz que corre aún más aprisa que la mirada e ilumina cada vez más estas etiquetas móviles, estas instantáneas cautivas que en lo sucesivo, para siempre sin formular nada se emiten señales: de repente, sobre el fondo de la vieja inercia equivalente, el rayado del acontecimiento desgarra la oscuridad, y el fantasma eterno se dice en esta lata, este rostro singular, sin espesor” (Ibid: 38).

Warhol logra conjurara la diferencia a través de una estrategia que hace de la repetición el colapso de los sistemas posiciónales de representación. A partir de este cortocircuito se produce la chispa de la diferencia. “La cámara de Warhol hace visible el hecho de la diferencia” (Crimp, 2003), mejor aún, desata el acontecimiento deleuziano. Las imágenes fílmicas de Warhol muestran actos pero no acciones, en la medida en que todo lo que sucede en el plano acontece en margen de cualquier estructura antagónica. El acto existe por sí mismo no es una consecuencia de otros actos, el acto es singularidad extrema. Al contrario de la acción que es una reacción o una respuesta a un reto, por esta razón siempre esta inmersa en una cadena de causas y efectos. Warhol escenifica actos puros permite el acontecimiento porque como lo plantea Deleuze:

“El acontecimiento es una vibración con una infinidad de armónicos y de submúltiplos, como una onda sonora, una honda luminosa o incluso una parte de espacio cada vez más pequeña durante una duración cada vez más pequeña”(1998:103).

Como consecuencia la diferencia se presenta no solo como aquello que no puede ser ordenado sintácticamente dentro del sistema de significantes propuesto por el Modelo de Representación Institucional, sino también como el orden de lo no simbolizable. Tomemos como ejemplo Blow-Job. ¿Qué representa este filme? Haces de luz barren el cuadro de abajo hacía arriba, pronto el cuadro recorta, en medio de unos unas perforaciones luminosas a un rostro en primer plano. Una luz fuerte y cortante ubicada por encima del campo proyecta una sombra agresiva en el contorno derecho e inferior de la cara. Apenas se distinguen las facciones de este hombre cuyo rostro es filmado mientras alguien le practica una fellatio. Sus ojos permanecen en penumbra transformando las cavidades oculares en fosas craneales. Conforme avanza la cinta, las descargas espasmódicas originadas por la mamada ejecutado fuera de cuadro hacen que el hombre mueva la cabeza de abajo hacia arriba, como abandonándose al placer. Cada movimiento altera la disposición de las sombras creando negros archipiélagos en constante reconfiguración. En muchas ocasiones, las contorciones parecen aniquilar al rostro o que el mismo se autoaniquila, deja de ser rostro para trasformarse en un borrón hermético. En otras, una especie de flash invade la imagen y vacía totalmente el cuadro. Blanco total. Lo obvio es destronado por lo obtuso, las sombras se apoderan del cuadro y se autorganizan con un principio indescifrable desencajado del orden simbólico. Estamos en presencia de lo que Barthes a denominado como “el tercer sentido” (1982: 49-67) y Lacan “la mancha” (1999: 87).

Blow-Job desnaturaliza el rostro. Al estar filmado en las condiciones descritas (plano fijo, alto contraste) y además proyectado de tal manera que se produce un efecto de cámara lenta, el sentido naturalista del rostro, la morada del alma, se transforma en un simulacro sin profundidad del sí mismo. Efectivamente vemos una máscara, una careta-disfraz, no remite a la profundidad sicológica que la Institución Cinematográfica adjudica al primer plano, sino al contrario a una indagación constante por el sentido, estamos frente al “innombrabre pozo sin fondo” al que hacíamos alusión en la primera parte de este ensayo. “En un sentido obtuso hay un erotismo que incluye lo contrario de lo bello y hasta lo que queda fuera de la contrariedad, es decir el límite, la inversión, el malestar y hasta el sadismo” (Barthes: 1982: 59) En esas sombras que se diseminan en la pantalla anulan el sentido del rostro lo descomponen para dejar ver un “significante sin significado” (Ibid: 61) que alude aquello que en la imagen no es verbalizable y por tanto se presenta carente de contiguidades que le den límite. De ahí también el malestar que se experimenta ante tal imagen que instaura la experiencia de lo inmensurable, aquello que se define por no tener límites o opuestos y que constituye el límite del lo bello (Trías, 1999). Es por esta razón que Barthes ve en este significante sin significado “un tercer nivel” de sentido, adicional al comunicativo y simbólico. En este tercer nivel, descansa lo propiamente “fílmico” que es aquel sentido —“la significancia”, a contrapunto de la comunicación y la significación— que irrumpe ahí donde la imagen genera discontinuidades inabarcables, intraducibles al lenguaje y al metalenguaje articulado. “Lo ‘fílmico’ es aquello que no puede describirse, la representación que no puede ser representada” (Barthes, 1982: 64) Frente a la pregunta que nos hacíamos a cerca de lo qué representa Blow-Job, Barthes nos da la respuesta. El filme representa el límite de la representación, a partir de la estrategia de la repetición hacer surgir la diferencia, el significante sin significado, lo innombrable, la representación que no puede ser representada. Blow-Job parece decirnos con su faz siniestra y gozosa “Bienvenidos al desierto de lo real” (Zizek, 2001).

Aquello que no tiene bordes, ni puede ser nombrado llena con su ausencia el plano fijo warholeano. El rostro gozoso que intuimos entre las sombras es el límite de la construcción simbólica, es una imagen que existe como singularidad pura por fuera de la cadena de significantes que construye el sentido y permite nombrar a las imágenes. Sin embargo, la proyección imaginaria del sujeto también se encuentra suspendida, como lo ha demostrado Douglas Crimp, la cámara de Warhol registra un rostro y sus sensaciones pero al mismo tiempo lo retira de la mirada. Frente al rostro de Blow-Job,
“no podemos cruzar nuestras miradas, no podemos mirar a los ojos de ese hombre y detectar la vulnerabilidad que de seguro implica detectar que se la mamen. No podemos poseerlo sexualmente [peor aun identificarnos con su placer]. Podemos ver su cara, pero no podemos, por así decirlo, apropiarlo. Esa cara no es para nosotros” (Crimp, 2003: 7 y 8).

Toda proyección imaginaria esta negada. Entonces, ¿a qué orden pertenece ese rostro deformada por las sombras que se agita en el filme?. Justamente al registro de aquello que no tiene simbolización y que no alcanza a ser imaginado por el sujeto porque es su principio de disolución. Es el orden que Lacan a denominado como la bajo la tópica de “lo real” (Zizek, 1994:37). A partir de esta tópica de lo real se hace posible pensar la obra warholiana como aquel abismo superficial despojado de toda trascendencia, subjetividad y sentido. Frente a una obra Blow-Job caben muchas lecturas, pero definitivamente las que se inscriben dentro del ordenamiento simbólico (la mirada contra pornográfica en oposición a la pornográfica, la causa gay pugnando por visibilizarse) o las que apelan únicamente al registro de lo imaginario (la mirada voyeurista, y proyecciones del deseo homeoherótico) no alcanzan a comprender lo que acontece en el filme de Warhol: la desestructuración de la mirada y de la perspectiva central subjetivante a partir de las cuales occidente a fundado sus principios de dominación. “El sujeto moderno cartesiano parece dominar y construir virtualmente en mundo en el acto de mirar” (Castro Nogueira, 1997: 371). A partir de la subjetividad fúndanle que mira se establece la distancia entre el sujeto capaz de representaciones y el objeto representado, y más aún, es ese sujeto trascendental el que se construye como el centro en torno al cual se organiza el espacio simbólico y social. Por su puesto en este acto, el sujeto que mira se excluye del campo visual transformándose en el principio de funcionamiento del poder que juzga pero que no acepta juicio.
“Esta es la mirada que mímicamente inscribe todos los cuerpos marcados, que fabrica la categoría no marcada que fabrica el poder de ver y no ser vista, de representar y evitar la representación” (Haraway, 1991: 324).
Frente a ese ojo omnisciente, el ojo de Dios, el Nombre del Padre, la respuesta de Warhol es radical, no reclama la equivalencia perfecta del orden liberal (mirame y te miro), tampoco una democratización de los puntos de vista. Warhol apunta a la supresión de la mirada y a una absorción de todos los puntos subjetivantes en la superficie inmanente de la imagen. “Blow-Job representa un placer ausente y una mirada borrosa que ya no le pertenece colectivamente a nadie, ni siquiera a una minoría” (De Diego, 1999: 116).

Esa supresión de la mirada es precisamente la que explora Jacques Lacan en el celebrado acápite de su Seminario 11, titulado “De la mirada como objeto a minúscula” 1999: 75-126). El gran intento de Lacan es pensar la mirada y el ojo desde el registro de lo real, para ello apela a la idea e que en el centro mismo del sujeto existe un núcleo que se resiste a la unidad, ese núcleo es una manifestación de lo real en el interior de la malla simbólica que construye la estabilidad subjetiva. Ese núcleo desestructurante se presenta como una “mancha” en el campo visual del es el límite de la experiencia escópica (Ibid: 80). La mancha es un “dado-a-ver respecto de lo visto”, es una especie de acto en el cual la conciencia se vuelve sobre sí mismo “como viéndose ver” (Idid: 82). En este acto nos convertimos en seres mirados por el mundo y todos sus objetos si que nos lo muestren, el sujeto empieza entonces su anonadamiento, en un mundo que es “omnivoyeur”, porque está constituido de una constelación de ojos sin conciencia. La mirada es vuelta al revés, al y como si de un guante se tratara, en esta actividad de “verse ver”, “el sujeto se confunde con su propio desfallecimiento” y “la mirada se especifica como inasible” (Idem: 90) Este es el rincipio de la “contramirada” que pensamos reconocer abiertamente en Andy Warhol. Sus filmes on una mancha generalizada que obnubilan el campo visual del sujeto trascendental y lo conminan a autodesmontarse. A partir de estas superficies de inmanencia, se desconfigura todo orden establecido, las estructuras simbólicas se miran a sí mismas impotentes. “En lo que veo, en lo que está abierto a mi vista, hay siempre un punto en el que ‘no veo nada’, un punto que ‘no iene sentido’ esto es que funciona como mancha en el cuadro” (Zizek, 1994: 30) Este punto invisible e inteligible es el plano estacionario de Warhol en el contexto en el gran cuadro de la Institución Cinematográfica.

Aquello que Barthes designa como “lo obtuso” no es más que una “mancha” lacaniana, un significante sin significado, desprovisto de sentido que representa lo irrepresentable, que designa el abismo superficial del los cuadros y filmes de Warhol. El plano warholeano no es más que una contramirada que absorbe la profundidad, la perspectiva y al sujeto.

Bibliografía

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