El derroche en la era digital
Imaginen un objeto singular: un altar conformado por varios monitores de televisión que está soberbiamente decorado con bombillas eléctricas y oropeles barrocos. En el centro, un retablo prolífico en adornos, recorta hornacinas de inspiración católica, donde se incrustan las pantallas como preciosas perlas.
De cara a este bizarro armatoste, surge inmediatamente la pregunta sobre su utilidad. ¿Para qué sirve? ¿Cuál es su función? Atendiendo al sentido común, el observador desprevenido puede atribuir a su constructor una mentalidad delirante, privada de razón. Sin embargo, cuando alguien dice que el autor de tan espléndida inutilidad es un célebre artista contemporáneo, la ingenuidad recula con el argumento de que el arte puede permitirse cualquier cosa. Pero, veámoslo desde otro punto de vista: ¿no será esta inquietante video-escultura, firmada por Nam June Paik, un artefacto que descubre el talante artificial, ostentoso y disfuncional de los objetos que se producen en la actualidad?
Racional, industrial, funcional
Frente a la idea de producir objetos sin utilidad, un buen seguidor de los postulados de escuela Bauhaus, sin duda pondría el grito en el cielo. Pero no está de más recordar que, como lo sostiene Stuart Ewen, la actual sociedad de consumo nace no solo bajo la influencia del modernismo racionalista que planteaba la escuela de Weimar, sino también modelada por el sensualismo ya descubierto en el siglo XIX por el Art Nouveau. Si la Bauhaus descubrió los principios del diseño industrial y la serialización de la producción, el Art Nouveau configuró el uso de los instintos y la pulsión de los sentidos, moneda común en el mercado contemporáneo actual. Los fenómenos sociales de la sociedad de consumo están lejos de poder ser estudiada únicamente bajo los parámetros del la racionalidad con arreglo a fines, por el contrario gran parte del funcionamiento de los objetos que se ofertan están modelados atendiendo a procesos de construcción de imaginarios colectivos, estatus social, mitologías individuales o deseos inconscientes. Pensar que el consumo se reduce a un simple satisfacción de las necesidades no sería más que una ingenuidad o una construcción ideológica, en palabras de Jean Baudrillard. El consumo esta sobretodo articulado a la a un complejo proceso de sublimación del deseo que se traduce a las lógicas del poder social y enclasamiento y la identidad individual.
Vistas las cosas de esta manera se impone una revisión crítica de aquellos principios a comienzos del siglo veinte dieron lugar al aparecimiento del racionalismo de la ya vieja sociedad industrial. El diseño funcional que ofreció, en un gesto prometeíco, racionalizar al mundo, al hombre y a su trabajo parecen estar en franca retirada en la actual irracionalidad que reina en la sociedad de consumo. El optimismo de sus mejores exponentes se fundó en el horizonte de expectativas y esperanzas generadas por la tecnología y la modernidad. Hoy, esas esperanzas parecen haberse esfumado. La tecnologización de la actividad humana multiplicó la alineación, el individualismo, la guerra y el abuso contra la naturaleza, en lugar de progreso y bienestar. La ansiada modernización de la sociedad trajo consigo dominación, pobreza, injusticia y desigualdad, en lugar de libertad y confraternidad. Nuestro tiempo posmoderno parece tener una vocación contraria a la racionalidad formal.
A finales siglo XVIII, la revolución industrial conmocionó a occidente. El ferrocarril y la maquina de vapor se transformaron en objetos fetiches, modelos de integración y racionalidad. Mediante un proceso de descomposición y recomposición del dispositivo maquinal se impusieron lineamientos generales sobre la producción y el trabajo. Por primera vez, el hombre analiza su labor transformadora sobre la naturaleza y la descompone en etapas. Nacen así las grandes fabricas ─los hangares sucesivos de montaje con obreros especializados─ y la producción en serie.
Un siglo más tarde, la creatividad humana corría tras la máquina. Los ideales clásicos de la antigüedad son desempolvados y puestos al servicio de la nueva ideología, el industrialismo. Surge así una renovación en la cultura visual de occidente acompañada de una nueva sensibilidad secular y liberadora. Como sucedió con la invención de la perspectiva en el renacimiento, esta revolución se propaga rápidamente y contagia a todas las artes visuales, a la arquitectura, a la moda y al diseño. Sullivan, Eiffel, Van de Velde y Horta son sus precursores decimonónicos, pero su padre contemporáneo es Walter Gropius. Para 1919, cuando se funda la Bauhaus en Weimar, esta revolución alcanzó su plenitud, un contenido programático e incluso un nombre: el funcionalismo. Bajo esta etiqueta se cobijó el espíritu innovador y la nueva sensibilidad de la sociedad industrial abrazadas por figuras de la talla de Kandinsky, Moholy-Nagy, Van der Rohe, Breuer, Rietveld o Thonet. Estas personalidades hicieron posible la utopía de la razón: el control de toda actividad humana por medio de la sujeción a fines. El mundo sinuoso, carnavalesco y excesivo la sociedad preindustrial, se presenta entonces irracional y gratuito, despojado de finalidades. La geometría, la matemática, el pensamiento abstracto y la sicología aplicada se convirtieron en las herramientas principales de la construcción y el diseño.
El funcionalismo revolucionó las mentalidades y planteó un nuevo sistema de representación sobre la realidad, irrumpieron nuevos principios constructivos y formales. Por otro lado, esta flamante mentalidad devino en una especie de ética-estética del capitalismo popular, en busca de equilibrio y armonía ─dominio del “ethos clásico” de la modernidad según ha escrito Bolívar Echeverría─.
Bajo la arenga de Grupius, “la adaptación al fin también es bella”, surge la nueva ingeniería de la producción y el concepto moderno del diseño. La infinita capacidad creativa del hombre es conjurada en unos pocos principios: el empleo justo de los medios con relación a los fines, la utilización racional de los materiales, la economía en su uso, el racionalismo de la función. Aparece, entonces, el diseño industrial, basado en la funcionalidad de cada elemento que interviene en la elaboración de un objeto. El diseñador se transforma en un planificador que establece la relación necesaria entre las distintas unidades de un sistema. La consigna es eliminar lo inútil, combatir el ornamento.
Disfuncional, diferencial, digital
A mediados del siglo XX, como un precisos castillo de naipes, la utopía racionalista se viene abajo. El sueño de Gropius ─que conciliaba a artesanos y artistas, a obreros y empresarios, en el tren del progreso─ dio pasó a la pesadilla totalitaria de las guerras mundiales, luego, a la modorra generalizada del consumismo. La vocación armónica que la Bauhaus atribuía a las formas le era totalmente extraña al hombre medio, para quien la vida se presentaba como un muestrario caótico y antojadizo de emociones, deseos, carencias, mitos y necesidades inconscientes no reductibles a la razón funcional. Las sociedades opulentas del primer mundo describen trayectorias circulares y enredadas que no coinciden con el vector rectilíneo y ascendente del progreso. Una vez que el capitalismo se había decantado en la esfera del consumo, la racionalidad de la producción permanece en segundo plano, mientras que el diseño de los objetos se orienta paulatinamente a la satisfacción de necesidades simbólicas y libidinales, vinculadas a una sociedad signada por la imagen. Un ejemplo son las aletas posteriores que adornaron al Cadillac de los cincuenta. Este detalle no tiene función alguna, vuelve más pesado al automóvil pero lo dota de características imaginarias: la agilidad de un ave que surca el cielo. La sociedad de consumo es una inmensa máquina productora de formas ornamentales, objetos inútiles y productos perecibles que no tienen función objetiva, sino funcionalidad simulada por el diseño y la publicidad. Con justa razón, Abran Moles sostiene que los productos de la sociedad de consumo son “aberraciones de la funcionalidad”. Objetos como el cepillo de dientes musical, el juego de cubiertos Disney o Batihambuguesa, tienen la funcionalidad y la eficiencia del Inspector Gadget, aquel personadillo de tv. que siempre termina burlado por la hipersofisticación de sus artefactos de espionaje. Instalados ya en la fantasía, es adecuado recordar aquellos filmes de ciencia-ficción y ambiente cibernético, ─pienso en dos: Brasil de Terry Gilliam y El quinto elemento de Luc Besson─, donde circulan máquinas tan extraordinarias como inútiles.
Este auge de la disfuncionalidad apadrinada por el mercado y los mass media, no es sino expresión de la crisis de la racionalidad clásica. Al parecer de los estudiosos, la cultura occidental cimentada en los ideales del clasicismo ─simetría, equilibrio, armonía y perfección─ está en crisis. Rebasados estos, se inaugura la condición posmoderna (Lyotard), la sociedad del simulacro (Baudrillard), la era del vacío (Lipovetsky) o del neobarroco (Calabrese), como se prefiera. Una vez que occidente se descubre caótico, incongruente y excesivo, comprende al mismo tiempo que su razón no es la única capaz de ordenar el mundo. El clasicismo es una de tantas manera de organizar la realidad. Propio de una sociedad concreta, es válido para determinados casos y no un modelo universal como lo quiso el funcionalismo. Cada cultura tiene su forma particular de organizar el mundo, en consecuencia, existen múltiples racionalidades, no solo una. El relativismo cultural plantea que las civilizaciones no occidentales, incluido el tercer mundo, son portadoras de principios constructivos o axiomas de diseño, tan universales como los europeos. Más aún, esos principios diversos habrían puesto en crisis a la forma clásica de la representación, tan perfecta como inflexible. No es casual que la iconografía posmoderna venga plagada de reminiscencia a las antiguas culturas no occidentales, o que las pasarelas parisinas se haya impuesto el look excéntrico-oriental bajo la mano de diseñadores como Yamamoto o Kenzo.
Si el funcionalismo es la sensibilidad de la sociedad industrial, el neobarroco lo es de la sociedad ─globalizada y multicultural─ de la información. Basta con echar una mirada a las manifestaciones tardías de la cultura moderna para caer en cuenta que el barroco está completamente vigente. Lo saben Michael Graves y Robert Venturi, Elisabeth Garouste y Matthia Bonetti, Pedro Almodóvar y Peter Greenaway, Jean Paul Gaultier, Christian Lacroix y Vivienne Westood. O más cerca, en nuestra propia Latinoamérica: Andrea Echeverri, Walter Mercado y Liz Cardenas.
Después de la revolución científico-técnica, el mundo construido por el maquinismo adquiere una nueva textura, necesita un cambio de mentalidad. Frente a la sociedad calvinista y racional del ferrocarril, la novísima sociedad postindustrial se presenta excesiva y hedonista, ligera, versátil y personal como el computador. Frente a la materialidad apabullante de la fábrica y el montaje de producción, oscila el mundo de los interfaces y las redes, fundado en el conocimiento, el trabajo intelectual y el espacio virtual. Frente a los bienes seriados, propios del modelo fordista, las nuevas tecnologías comunicacionales e informáticas exigen un planteamiento postfordista: flexible e inteligente, capaz de diversificar sus líneas de producción de acuerdo a la demanda. La modelización y la serialización de los productos son obsoletas cuando los consumidores tratan de distinguirse unos de otros y las redes informáticas auspician la retroalimentación y el diseño personalizado de los objetos. Esta nueva lógica del mercado, risada sobre sí misma, describe una organización abierta a la diversidad con múltiples irregularidades y centros. En síntesis: atiende a un principio barroco, neobarroco, o mejor: cyberbarroco.
La estatización de los objetos
El mundo descentrado de la comunicación generalizada y la informática ha vuelto obsoletos los productos funcionales y seriados. El ideal de la sociedad de consumo, no es la eficiencia de la máquina, sino la omnipresencia de la red. El espacio virtual es inimaginable dentro de la forma clásica de la representación. La internet es un entramado infinito de terminales en donde no existe un centro ordenador, todos los puntos de la red son centrales. Esta disposición describe una estructura abierta y multiforme que opera en forma de flujo y está en reconfiguración constante. La forma de organización de la red está gestando una profunda transformación en la cultura visual de la modernidad, alejada cada vez más del ascetismo y la racionalidad funcional. La tecnología digital, la desmaterialización de los procesos, la miniaturización de los artefactos han liberado al diseño de las imposiciones estructurales, copresentes en el producto industrial. En la era digital, resulta visionaria aquella idea defendida a capa y espada, por el arquitecto Michael Graves sobre la primacía de la forma sobre la tecnología. Tal como sucede en la morfología de la red, las estructuras de los artefactos digitales se han vuelto complejas y flexibles. Los nuevos perfiles blandos de electrodomésticos, teléfonos y ordenadores, plenos en curvaturas, sensuales y provocativos, buscan la función ornamental o la identificación simbólica con sus usuarios. ExistenZ de David Cronenberg ―filme alucinante por lo demás― lleva hasta sus últimas consecuencias el acople perfecto y sensual progugnado por las tecnologías blandas. (En la cinta, el mando de un video juego es una masa orgánica que se conecta la espalda del jugador por medio de una conexión lúbrica)
Si el diseño industrial se fundó en reglas universales de organización formal, bajo los mandatos de racionalidad y abstracción; el diseño postindustrial explota la actual crisis de estos valores. Introduce una multiplicidad de principios ordenadores que juegan sin pudor con la iconografía de los mass media, con la diversidad cultural, con las formas complejas de la naturaleza, con la repetición, el caos y el instinto. Frente al hombre abstracto y racional para quien estaban dirigidos los productos industriales, se agita el consumidor particular encarnado en el cuerpo de la mujer, del joven, del niño, de los grupos étnicos, de las subculturas. El perfil unilateral del consumidor maduro y racional, estalla en los laberintos polifacéticos del deseo, el estatus, el instinto, el símbolo y el mito, tan caros a la sociedad posmoderna. Por esta razón, una de las tareas fundamentales de occidente ha sido la “la estatización del mundo” ―otra vez Baudrillard―. Como ninguna otra cultura, la occidental se ha empeñado, desde hace un medio siglo, en transformar en signos, imágenes y lenguajes todos los objetos que la conforman. Frente al escenario uniforme y desapasionado de la cultura industrial luce el ambiente estridente, diverso y estetizado de la era neobarroca. Los objetos han dejado de ser útiles para convertirse en huellas distintivas de la identidad o el estilo, sea este grupal, corporativa o individual Las estructuras dan paso al protagonismo de las superficies, los detalles y los ornamentos, huellas indelebles de un consumidor que exige agritos distinción y rostro. El estilo ha dejado de ser un don de las estrellas o la elite, hoy se ha transformado en una estrategia de la economía postfordista en busca de la diversificación de la producción y el consumo.
Después de todo este rodeo, se puede revisar con otros ojos la obra de Nan June Paik aludida en el inicio de este ensayo. La propuesta del artista sugiere que las formas desbordantes y alocadas son una especie el síntoma de la sociedad postindustrial. Con un gesto irónico, la instalación proclama el nuevo régimen opulento y disfuncional que adquieren los objetos en el universo mítico de los mass media. El estrambótico artefacto, es una metáfora de todos los objetos producidos por el hombre, reverberante y fraccionado, que habita los medios y la red.
Bibliografía
Baudrillard, Jean, El sistema de los objetos, Siglo XXI, Décimo primera edición, México, 1990.
Baudrillard, Jean, Cultura y simulacro, Káiros, España, 1991.
Dery, Mark, Velocidad de escape, Ediciones Siruela, España, 1998.
Calabrese, Omar, La era neobarroca, Cátedra, Madrid, 1999.
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Gubern, Román, El eros electrónico, Taurus, España, 2000.
Lipovetsky, Gilles, La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Anagrama, España, 1998.
Lyotard, Jean, La condición posmoderna, Cátedra, tercera edición, España, 1989.
Moles, Abraham, El Kitsch, Paidós, Barcelona, 1990.
Rincón, Carlos, “El universo neobarroco” en Modernidad, mestizaje cultural, ethos barroco, UNAM, México, 1994.
Stuart, Ewen, Todas las imágenes del consumo. Política y estilo en la cultura contemporánea, CNCA-Grijalbo, México, 1988.