sábado, 12 de diciembre de 2009

El rostro desafiado

Reflexiones sobre la “contramirada” de Andy Warhol



Si queréis saberlo todo sobre Andy Warhol,
mirad la superficie de mis pinturas y mis películas
y allí me encontraréis. No hay nada detrás.

Andy Warhol

La mirada del afuera

Esta polémica frase, sin duda desenfadada e irónica, puede interpretarse como una de tantas declaraciones modernas y sofisticadas que suelen hacer genios pagados de sí mismos en la irreversibilidad de la fama. Sin embargo como lo plantea Marco Livingstone (1989) una interpretación sugestiva de la frase es su propio sentido literal. Warhol, el artista que firma las celebres Latas de Sopa Cambpbell (1968) o Marliryn (1964), es efecto de su propio discurso, es na estrategia visual, descentrada y sin fondo. Es un flujo de partículas sensibles en fuga que se expanden en un topos sin estratos en donde se disponen distintas intensidades visuales privadas e perspectiva. Warhol es un plano de inmanencia que conecta símbolos monetarios, vallas publicitarias, iconos cinematográficos, noticias massmediáticas, repite los estereotipos más estridentes, una y otra vez, afirmando su artificiosidad. Warhol y su obra, un continum superficial despojado de toda trascendencia, subjetividad y sentido. “No hay nada detrás”, ningún ser que desenmascarar, ninguna significación que descubrir. Por fuera de la superficie, de u inmanencia, no existe ninguna protuberancia que ascienda a las alturas la realidad original. Warhol es la fascinación de la superficie. Es el aplanamiento de toda la construcción significante —desarrollada a partir de la articulación de estratos y sistemas— que se presenta a la vista con una atracción irresistible. La mirada se embriaga y desconcierta ante tal superficie que parece bsorber el sujeto, el objeto y la distancia entre ambos. Esa distancia constitutiva del observador y lo observado desaparece en una acción que hace coincidir la representación y lo representado. Hablando del fenómeno del la escritura Maurice Blanchot ha descrito esta acción de la siguiente manera:

“La mirada es arrastrada, absorbida en un movimiento inmóvil y en un fondo sin profundidad [...] La distancia no está ahí excluida sino que es exorbitante, es la profundidad ilimitada que esta detrás de la imagen, profundidad no vidente, no manejable, absolutamente presente pero no dada, donde se abisman los objetos cuando se alejan de su sentido, cuando se hunde en su imagen” (1992:26).


Cuando miramos el rostro coloreado de la Monroe (turquesa, amarillo, rosa), el principio mimético sobre el que se basa la representación queda suspendido. La artificialidad del color, así como las huellas del proceso serigráfico, impiden la representación naturalista / metafísica. La superficie del lienzo resiste al efecto de perspectiva / profundidad subjetiva, la imagen no remite a la Marilyn carnosa que supuestamente existe por fuera de la representación como principio de verdad y subjetivación trascendental. Al contrario, la diva de Warhol, nos lleva al rostro ingenuo de la muchacha del filme La comezón del séptimo año, al gesto complaciente de Sugar mimando a un supuesto millonario en Con faldas y a loco, también a ese símbolo sexual fotografiado como ningún otro en siglo XX, al icono de la frivolidad hollywoodense, o más aún a toda una constelación de imágenes acuñadas en el comic, la novela y el cine negro, a esa especie de femme fatale invertida.

Una imagen conduce a otra, y esta a otra más, en un reenío infinito que posterga permanentemente el encuentro con el originario. La serigrafía de Warhol produce un doble movimiento. Frente al cuadro, el ojo vidente es absorbido por la superficie, se disuelve en una constelación de puntos que han dejado de ser exteriores a la imagen, distancia focal cero. Detrás de él, la ilusión de profundidad construida a partir de la perspectiva geometral se abre una profundidad abismal, tal como lo apunta Blanchot. Las líneas convergentes de la perspectiva naturalista se vuelven paralelas y trazan un recorrido incesante de superficie a superficie, de plano a plano. La imagen se desfonda en una superficie que es abismo. El rostro se transforma en un “innombrable pozo sin fondo” (Derrida, 1989: 402-409).

Warhol es una estrategia de seducción en el sentido queer del termino, o en la acepciónque Baudrillard da a esta palabra. Es la escenificación exuberante de signos de identidad que sobresaturan la dimensión profunda y naturalista de la subjetividad difiriéndola constantemente en un espectáculo perverso que no designa nada en particular, ninguna sustancia fija (Halperin, 1995: 62-66). Es una operación que sustrae al discurso su sentido y lo aparta de la verdad para generar un efecto de vacío. (Baudrillard, 1989: 73). La seducción de la imagen permite la experiencia de “los abismos superficiales” que anonadan toda posibilidad asertiva porque suspende el espacio escópico de la representación cartesiana que produce subjetividades y verdades, miradas y cuerpos.

“La seducción es, de alguna manera lo manifiesto, el discurso en lo que tiene de más ‘superficial’, lo que se vuelve contra el imperativo profundo (conciente o inconsciente) para anularlo y sustituir por el encanto y la trampa de las apariencias” (Baudrillard, 1989: 55).


Los cuadros, filmes y objetos de Warhol seducen con la fuerza de lo desconocido. Fascinan porque muestran imágenes convencionales y reiterativas —íconos, figuras, estereotipos que circulan incesantemente en los media— interferidas por la presencia de lo absolutamente otro. En Mao (1972), Warhol trabaja con el retrato oficial de Mao Tse Tung, aquel que dio la vuelta al mundo y e transformó en el símbolo de la revolución cultural china. En lugar de tachar, destruir o ridiculizar el rostro del revolucionario chino, como lo habrían hecho los dadaístas, repite la imagen en cuestión y la amplifica en una serigrafía de gran formato. Retoca la impresión con colores bajos y reminiscencias technicolor, a tono con el aire apacible del retrato. Las manchas de color desnaturalizan la ilusión de profundidad del registro fotográfico, las huellas de la malla y la rasqueta corroen el ule facial y descomponen la fachada subjetiva (Honnef, 1991: 54). Frente a la ortodoxia maoísta representada en un rostro apacible, Warhol no pone una estrategia antagónica, o su contrario dialéctico, no censura la presencia de la simbología conocida sino que la que la hipervisibiliza para dejar ver los lados desconocido de esa imagen en un sutil movimiento que siguiendo a Hommi Bhabha podríamos inscribir dentro del campo de la mímica3. Es decir una repetición del discurso del poder que se construye como objeto parcial, como la falta constitutiva productora de “un modo de representación que marginaliza la monumentalidad de la historia, se burla directamente de su poder como modelo, ese poder que supuestamente la hace inimitable”. Por esta razón, “la mímica repite más que representa”, “no oculta ninguna presencia o identidad bajo su máscara” (Bhabha, 2002: 114).

Los elementos habituales que tipifican la imagen han sido aplanados sobre el fondo inquietante de lo no habitual, la repetición insistente provoca un desplazamiento que descompone la visualidad moderna desde su interior y la desborda por saturación. Esta sofisticada operación nos permite mirar aquello que está fuera del régimen visual y discursivo del sentido. El envés del sentido es posible, el otro lado de la visibilidad se muestra, el discurso, la subjetividad y la representación han sido suspendidas. Como lo diría Michel Foucault:

“En el momento en que la interioridad es atraída fuera de sí, un afuera se hunde en el lugar mismo en que la interioridad tiene por costumbre encontrara su repliegue y la posibilidad de su repliegue: surge una forma —menos que una forma una especie de anonimato informe y obstinado— que desposee al sujeto de su identidad simple, la vacía y la divide en dos figuras gemelas, aunque no superponibles, lo desposee de su derecho inmediato a decir Yo y alza contra su discurso una palabra que es indisociablemente eco y denegación” (2000: 64).


En rima con este “pensamiento del afuera” propuesto por Foucault, Warhol sostiene “una mirada del afuera”. ¿Afuera de que? Por su puesto de la visualidad moderna construida a partir de la presencia de dos elementos: entidades estables y subjetividades fundantes. Las primeras se alteran como presencias que se desarrollan a partir de una duración temporal, las segundas son el principio de organización del campo escópico en torno una perspectiva central. La mirada del afuera que propone Warhol posterga permanente los referentes icónicos, difiere constantemente su visibilidad, a la vez que desfonda la perspectiva construida a partir de un ojo omnisciente exterior a la superficie inmanente de la representación. La mirada del afuera es el doble de la visualidad moderna. Frente al orden visual de occidente fundado en la perspectiva geométrica, construida en torno a una estructuración abstracta o temporal del espacio, como nos ha enseñado Lacan (1984: 101), Warhol diagrama una “topología” de la mirada, que sustrae la perspectiva profunda de las estructuras simbólicas articulando y “descompone todas las polaridades y binarismos simplistas” (Bhabha, 2002: 75). Al hacerlo, nos enfrenta con la superficie pura que no necesita del sujeto para realizarse y, bien al contrario, se burla del sistema de representación cartesiano y sus lapsus. Warhol es la risa de la imagen, la risa del espacio (Castro Nogueira, 1997).

La imagen innombrable

En 1963, Andy Warhol declara públicamente su decisión de dedicarse el cine. En los próximos cinco años rueda al rededor de cien filmes, muchos se han convertido actualmente en iconos del cine underground newyorquino. En 1966, cuando Paul Morrissey, asistente de Warhol, empieza a encargarse se las filmaciones, introduce criterios más profesionales e convenciones narrativas. (Honnef, 1991; De Diego, 1999). Dentro la extensa filmografía realizada entre el 63 y el 66, destacan los trabajos empranos, en su gran mayoría construidos sobre la base de un solo plano estacionario que registra sencillos procesos (Sleep, 1963), hechos cotidianos (Empire, 1964) o rostros en movimiento (Blow-Job, 1963). La improvisación y la espontaneidad son la impronta de estas cintas. Gracias a ellas allegados al clan Warhol, la “beautyfull people” de la “Factory”, se transformarón abruptamente en las estrellas del cine urdergruond. Armado de una ligera cámara Auricon (16 mm.) y un trípode, Warhol traslada la “mirada del afuera” al formato fílmico. Su planteamiento buscaba desarmar todas las convenciones representativas que habían alcanzado un nivel elevado de acumulación en el discurso cinematográfico y, al mismo tiempo, cuestionar el hecho ritual y proyectivo que produce tal discurso en el espectador.

Al proponer frente a la mirada campos visuales que registran las variaciones ínfimas de situaciones intrascendentes en donde el gran acontecimiento está ausente, Warhol anula las operaciones, constatativas, designativas y predicativas características de la Institución cinematográfica —la lengua fílmica tan bien arqueologizada por Noël Burch (1991)—. Las imágenes se rizan sobre sí mismas se reabsorben en un solo plano impidiendo la linealización narrativa. Las estructuras sintácticas se tuercen y repliegan en un movimiento de autocontención que anula las unidades deslindadas, los estratos, y las relaciones de semejanza y oposición que se establecen como fundamento del desarrollo dramático. Parecería que Warhol se empecina en reintroducir todo aquello que ha sido repudiado por el cine convencional, sus películas no son más que los pedazos de cinta que un diligente editor amputa a la obra para su eficaz funcionamiento. Sus filmes son una magna colección de “tiempos muertos” que se presentan como el fuera de campo abyecto de la Institución Cinematográfica. El lenguaje del cine para poder construirse desecho la autarquía del cuadro primitivo y el multidireccionalidad del plano fijo, —invenciones de los hermanos Lumiere y principios de todo el cine primitivo— (Burch: 193-200). Al hacerlo, estableció un campo pleno de significación, pero al mismo tiempo fijó su límite. La Institución Cinematográfica se instaura en este acto de expulsión del plano autárquico. Más aún existe gracias a al acto de negación de las visualidades no estructuradas dentro de la cadena significante. Las cintas de Warhol despliegan nuevamente la irresolución de lo abyecto, su asecho constante. El plano estacionario warholeano da cuenta de aquello que está omitido en el lenguaje cinematográfico, pero en el mismo movimiento, permite entender que este se construye gracias a la imagen excluida. Recordando la noción de derrideana de “suplemento” —“El suplemento es exterior, está fuera de la posibilidad a la que se sobreañade, es extraño, a lo que para ser reemplazado por él, debe ser distinto a él. A diferencia del complemento, el suplemento es adición exterior” (1971: 186)—, sostenemos que el plano estacionario es el suplemento de la Institución Cinematográfica, Warhol es el suplemento de Hollywood.

El plano estacionario desmantela el sistema fílmico y libera al espectador del lugar construido para él por ellas funciones narrativas del texto. La posibilidad de identificación y catarsis le es negada al espectador, como consecuencia de la suspensión de la ilusión subjetiva. En sus propias palabras:

“Mis primeras películas en las que utilizamos objetos estacionarios, debían, en última instancia ayudar a los espectadores a conocerse mejor entre sí. Cuando vamos al cine nos encontramos normalmente un mundo de fantasía. No obstante si vemos algo que nos molesta, centramos nuestra atención en las personas que están sentadas a nuestro lado. Las películas son, en este sentido, más apropiadas que las obras de teatro o que los conciertos donde uno se sienta sencillamente. Me parece que solo con la televisión se puede alcanzar más que con el cine. Viendo mis películas se pueden hacer más cosa que viendo otras películas: se puede comer beber, fumar, toser, mirara a otro lado y luego volver a mirar hacía la pantalla para darse cuenta de que todo sigue estando allí” (Honnef, 1991).


Tal como sucede con las serigrafías analizadas, los filmes estacionarios sustraen el efecto de profundidad de la representación metafísica. Al hacerlo, destruyen la triple ecuación imaginaria (Personaje = Persona = Mi persona) que construye la proyección fílmica, impiden la acturalización de lo representado y destruyen el eje temporal por donde circula la acción dramática, propia de las convenciones cinematográficas. La idea que Warhol tiene de un cine que desplace la atención de la pantalla hacía los otros espectadores, se entiende entonces en parte. El espectador salvado del aparato semiótico de la imagen es libre de hacer lo que le plazca. Pero más radical todavía, el público se ha disuelta y ha dejado de existir. No solo ha dejado de mirar la película para dedicarse a otros actos soberanos, si no que al ser ignorado por el propio filme ha dejado de existir porque ha caído en cuenta que él, íntegramente, es un efecto ilusorio del filme.

Una vez abolidas la linealidad narrativa y la identificación subjetiva, que según Noël Burch son los fundamentos de la Institución Cinematográfica o Modelo de Representación Institucional (1991:247), irrumpe entonces “la mirada del afuera”. En la insistente repetición de micromovimientos que vuelven siempre sobre la misma acción prolongando el plano fijo es posible la epifanía de lo otro. Al tomar el momento ordinario despojado de trascendencia y repetirlo constantemente la estructura de la mirada se encuentra con su borde. El orden de la mirada cae en la trampa abismal del de la repetición, que ya no permite el rebote de la significación, sino al contrario la enreda en un círculo vicioso que se niega a alinearse en el orden de los signos. Esta “repetición no es el triste cabrilleo de lo idéntico sino diferencia desplazada” (Foucault, 1995: 29).

Es diferencia liberada que se resiste a ser fijada dentro del aparato semiótico construido a partir de la narración fílmica. Por esta razón Michel Foucault definió así la operación de las películas de Warhol:

“Al contemplar de frente esta monotonía sin límite, de súbito se ilumina la propia multiplicidad —sin nada en el centro, en la cima, ni más allá—, crepitación de la luz que corre aún más aprisa que la mirada e ilumina cada vez más estas etiquetas móviles, estas instantáneas cautivas que en lo sucesivo, para siempre sin formular nada se emiten señales: de repente, sobre el fondo de la vieja inercia equivalente, el rayado del acontecimiento desgarra la oscuridad, y el fantasma eterno se dice en esta lata, este rostro singular, sin espesor” (Ibid: 38).

Warhol logra conjurara la diferencia a través de una estrategia que hace de la repetición el colapso de los sistemas posiciónales de representación. A partir de este cortocircuito se produce la chispa de la diferencia. “La cámara de Warhol hace visible el hecho de la diferencia” (Crimp, 2003), mejor aún, desata el acontecimiento deleuziano. Las imágenes fílmicas de Warhol muestran actos pero no acciones, en la medida en que todo lo que sucede en el plano acontece en margen de cualquier estructura antagónica. El acto existe por sí mismo no es una consecuencia de otros actos, el acto es singularidad extrema. Al contrario de la acción que es una reacción o una respuesta a un reto, por esta razón siempre esta inmersa en una cadena de causas y efectos. Warhol escenifica actos puros permite el acontecimiento porque como lo plantea Deleuze:

“El acontecimiento es una vibración con una infinidad de armónicos y de submúltiplos, como una onda sonora, una honda luminosa o incluso una parte de espacio cada vez más pequeña durante una duración cada vez más pequeña”(1998:103).

Como consecuencia la diferencia se presenta no solo como aquello que no puede ser ordenado sintácticamente dentro del sistema de significantes propuesto por el Modelo de Representación Institucional, sino también como el orden de lo no simbolizable. Tomemos como ejemplo Blow-Job. ¿Qué representa este filme? Haces de luz barren el cuadro de abajo hacía arriba, pronto el cuadro recorta, en medio de unos unas perforaciones luminosas a un rostro en primer plano. Una luz fuerte y cortante ubicada por encima del campo proyecta una sombra agresiva en el contorno derecho e inferior de la cara. Apenas se distinguen las facciones de este hombre cuyo rostro es filmado mientras alguien le practica una fellatio. Sus ojos permanecen en penumbra transformando las cavidades oculares en fosas craneales. Conforme avanza la cinta, las descargas espasmódicas originadas por la mamada ejecutado fuera de cuadro hacen que el hombre mueva la cabeza de abajo hacia arriba, como abandonándose al placer. Cada movimiento altera la disposición de las sombras creando negros archipiélagos en constante reconfiguración. En muchas ocasiones, las contorciones parecen aniquilar al rostro o que el mismo se autoaniquila, deja de ser rostro para trasformarse en un borrón hermético. En otras, una especie de flash invade la imagen y vacía totalmente el cuadro. Blanco total. Lo obvio es destronado por lo obtuso, las sombras se apoderan del cuadro y se autorganizan con un principio indescifrable desencajado del orden simbólico. Estamos en presencia de lo que Barthes a denominado como “el tercer sentido” (1982: 49-67) y Lacan “la mancha” (1999: 87).

Blow-Job desnaturaliza el rostro. Al estar filmado en las condiciones descritas (plano fijo, alto contraste) y además proyectado de tal manera que se produce un efecto de cámara lenta, el sentido naturalista del rostro, la morada del alma, se transforma en un simulacro sin profundidad del sí mismo. Efectivamente vemos una máscara, una careta-disfraz, no remite a la profundidad sicológica que la Institución Cinematográfica adjudica al primer plano, sino al contrario a una indagación constante por el sentido, estamos frente al “innombrabre pozo sin fondo” al que hacíamos alusión en la primera parte de este ensayo. “En un sentido obtuso hay un erotismo que incluye lo contrario de lo bello y hasta lo que queda fuera de la contrariedad, es decir el límite, la inversión, el malestar y hasta el sadismo” (Barthes: 1982: 59) En esas sombras que se diseminan en la pantalla anulan el sentido del rostro lo descomponen para dejar ver un “significante sin significado” (Ibid: 61) que alude aquello que en la imagen no es verbalizable y por tanto se presenta carente de contiguidades que le den límite. De ahí también el malestar que se experimenta ante tal imagen que instaura la experiencia de lo inmensurable, aquello que se define por no tener límites o opuestos y que constituye el límite del lo bello (Trías, 1999). Es por esta razón que Barthes ve en este significante sin significado “un tercer nivel” de sentido, adicional al comunicativo y simbólico. En este tercer nivel, descansa lo propiamente “fílmico” que es aquel sentido —“la significancia”, a contrapunto de la comunicación y la significación— que irrumpe ahí donde la imagen genera discontinuidades inabarcables, intraducibles al lenguaje y al metalenguaje articulado. “Lo ‘fílmico’ es aquello que no puede describirse, la representación que no puede ser representada” (Barthes, 1982: 64) Frente a la pregunta que nos hacíamos a cerca de lo qué representa Blow-Job, Barthes nos da la respuesta. El filme representa el límite de la representación, a partir de la estrategia de la repetición hacer surgir la diferencia, el significante sin significado, lo innombrable, la representación que no puede ser representada. Blow-Job parece decirnos con su faz siniestra y gozosa “Bienvenidos al desierto de lo real” (Zizek, 2001).

Aquello que no tiene bordes, ni puede ser nombrado llena con su ausencia el plano fijo warholeano. El rostro gozoso que intuimos entre las sombras es el límite de la construcción simbólica, es una imagen que existe como singularidad pura por fuera de la cadena de significantes que construye el sentido y permite nombrar a las imágenes. Sin embargo, la proyección imaginaria del sujeto también se encuentra suspendida, como lo ha demostrado Douglas Crimp, la cámara de Warhol registra un rostro y sus sensaciones pero al mismo tiempo lo retira de la mirada. Frente al rostro de Blow-Job,
“no podemos cruzar nuestras miradas, no podemos mirar a los ojos de ese hombre y detectar la vulnerabilidad que de seguro implica detectar que se la mamen. No podemos poseerlo sexualmente [peor aun identificarnos con su placer]. Podemos ver su cara, pero no podemos, por así decirlo, apropiarlo. Esa cara no es para nosotros” (Crimp, 2003: 7 y 8).

Toda proyección imaginaria esta negada. Entonces, ¿a qué orden pertenece ese rostro deformada por las sombras que se agita en el filme?. Justamente al registro de aquello que no tiene simbolización y que no alcanza a ser imaginado por el sujeto porque es su principio de disolución. Es el orden que Lacan a denominado como la bajo la tópica de “lo real” (Zizek, 1994:37). A partir de esta tópica de lo real se hace posible pensar la obra warholiana como aquel abismo superficial despojado de toda trascendencia, subjetividad y sentido. Frente a una obra Blow-Job caben muchas lecturas, pero definitivamente las que se inscriben dentro del ordenamiento simbólico (la mirada contra pornográfica en oposición a la pornográfica, la causa gay pugnando por visibilizarse) o las que apelan únicamente al registro de lo imaginario (la mirada voyeurista, y proyecciones del deseo homeoherótico) no alcanzan a comprender lo que acontece en el filme de Warhol: la desestructuración de la mirada y de la perspectiva central subjetivante a partir de las cuales occidente a fundado sus principios de dominación. “El sujeto moderno cartesiano parece dominar y construir virtualmente en mundo en el acto de mirar” (Castro Nogueira, 1997: 371). A partir de la subjetividad fúndanle que mira se establece la distancia entre el sujeto capaz de representaciones y el objeto representado, y más aún, es ese sujeto trascendental el que se construye como el centro en torno al cual se organiza el espacio simbólico y social. Por su puesto en este acto, el sujeto que mira se excluye del campo visual transformándose en el principio de funcionamiento del poder que juzga pero que no acepta juicio.
“Esta es la mirada que mímicamente inscribe todos los cuerpos marcados, que fabrica la categoría no marcada que fabrica el poder de ver y no ser vista, de representar y evitar la representación” (Haraway, 1991: 324).
Frente a ese ojo omnisciente, el ojo de Dios, el Nombre del Padre, la respuesta de Warhol es radical, no reclama la equivalencia perfecta del orden liberal (mirame y te miro), tampoco una democratización de los puntos de vista. Warhol apunta a la supresión de la mirada y a una absorción de todos los puntos subjetivantes en la superficie inmanente de la imagen. “Blow-Job representa un placer ausente y una mirada borrosa que ya no le pertenece colectivamente a nadie, ni siquiera a una minoría” (De Diego, 1999: 116).

Esa supresión de la mirada es precisamente la que explora Jacques Lacan en el celebrado acápite de su Seminario 11, titulado “De la mirada como objeto a minúscula” 1999: 75-126). El gran intento de Lacan es pensar la mirada y el ojo desde el registro de lo real, para ello apela a la idea e que en el centro mismo del sujeto existe un núcleo que se resiste a la unidad, ese núcleo es una manifestación de lo real en el interior de la malla simbólica que construye la estabilidad subjetiva. Ese núcleo desestructurante se presenta como una “mancha” en el campo visual del es el límite de la experiencia escópica (Ibid: 80). La mancha es un “dado-a-ver respecto de lo visto”, es una especie de acto en el cual la conciencia se vuelve sobre sí mismo “como viéndose ver” (Idid: 82). En este acto nos convertimos en seres mirados por el mundo y todos sus objetos si que nos lo muestren, el sujeto empieza entonces su anonadamiento, en un mundo que es “omnivoyeur”, porque está constituido de una constelación de ojos sin conciencia. La mirada es vuelta al revés, al y como si de un guante se tratara, en esta actividad de “verse ver”, “el sujeto se confunde con su propio desfallecimiento” y “la mirada se especifica como inasible” (Idem: 90) Este es el rincipio de la “contramirada” que pensamos reconocer abiertamente en Andy Warhol. Sus filmes on una mancha generalizada que obnubilan el campo visual del sujeto trascendental y lo conminan a autodesmontarse. A partir de estas superficies de inmanencia, se desconfigura todo orden establecido, las estructuras simbólicas se miran a sí mismas impotentes. “En lo que veo, en lo que está abierto a mi vista, hay siempre un punto en el que ‘no veo nada’, un punto que ‘no iene sentido’ esto es que funciona como mancha en el cuadro” (Zizek, 1994: 30) Este punto invisible e inteligible es el plano estacionario de Warhol en el contexto en el gran cuadro de la Institución Cinematográfica.

Aquello que Barthes designa como “lo obtuso” no es más que una “mancha” lacaniana, un significante sin significado, desprovisto de sentido que representa lo irrepresentable, que designa el abismo superficial del los cuadros y filmes de Warhol. El plano warholeano no es más que una contramirada que absorbe la profundidad, la perspectiva y al sujeto.

Bibliografía

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Trías, Eugenio, Lo bello y lo siniestro, Ariel, segunda edición, España, 1992.

Zizek, Slavoj, “Bienvenidos al desierto de lo real”, en Online, Internet, 2001, disponible en:
http://aleph-arts.org/pens/desierto.html

Zizek, Slavoj, ¡Goza tu síntoma! Jacques Lacan dentro y fuera de Hollywood, Nueva Visión, Buenos Aires, 1994.

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